Cualquier padre, toda madre se ha enfrentado a medias divertido, irritada y con genuino desconcierto al darse de cuenta de su ignorancia, a esas series recursivas de «¿y por qué» de sus hijos. Y es que los humanos tenemos una curiosidad innata por conocer cosas, y en particular por el motivo de que sean así y no de otro modo: sus causas, el porqué. Por cierto, que digo los humanos en general, no solo los niños; lo que suele cambiar más con el tiempo es nuestra conciencia sobre lo que saben los mayores y la tendencia a divertirnos con reacciones repetitivas. Aunque en fin, también es verdad que hay casos de auténtica estupidez y acomodamiento en la ignorancia, pero qué le vamos a hacer. Ya hablé de esto (sobre nuestra tendencia a preguntarnos la causa de las cosas, no sobre los mentecatos) cuando comentaba El libro del porqué de Judea Pearl hace unos meses: del papel que juega la imaginación en la visión del mundo; cómo la capacidad de imaginar mundos...
De todos los ensayos que escribió C. S. Lewis a lo largo de su vida, uno de mis favoritos es Bluspels and Flalansferes , al que le dio el divertido subtítulo de «una pesadilla semántica». Se trata de una breve disertación que hizo sobre las metáforas en 1936, ante el Club Filológico de la Universidad de Manchester, y que publicó tres años después en el libro Rehabilitations and Other Essays . Es, posiblemente, uno de los textos filológicos más importantes de Lewis en su etapa de Oxford —más tarde, durante los años que estuvo en Cambridge, tendría ocasión de publicar el libro de Studies in Words del que ya hablé hace un tiempo —. En ese ensayo, Lewis reflexionaba sobre la idea de que el vocabulario de una lengua está compuesto esencialmente de «metáforas muertas», y en qué medida la forma en la que vemos las cosas se ve influida por el sentido original de esas metáforas. Y en esa reflexión distinguía entre las que llamaba «metáforas del maestro» de las «metáforas del...