Aunque faltan unos meses para que termine el año, puedo asegurar ya que una de mis lecturas favoritas de 2024 es A History of Modern Linguistics. En este pequeño libro James McElvenny cuenta de forma concisa y amena la historia de la ciencia lingüística desde que empezó a conformarse como la ciencia moderna que es —a mediados del siglo XVIII— hasta los tiempos de la Segunda Guerra Mundial.
Se trata en gran parte del mismo periodo del que hablo en el segundo capítulo de Palabras con sentido, y conocía el magnífico trabajo de McElvenny en este terreno a través de su podcast (muy recomendable) History and Philosophy of the Language Sciences, así que nada más supe de la publicación de este libro, a comienzos de este año, rápidamente me hice con él. Con él he vuelto a recorrer en ese periodo dorado de la filología y la lingüística que fue el fascinante siglo XIX, visitando algunos personajes y acontecimientos desde otros puntos de vista, aprendiendo cosas nuevas, y corrigiendo ideas preconcebidas. Y una de las cosas que más me ha llamado la atención son los «mitos» de esa historia, que de vez en cuando McElvenny se detiene a comentar y desmontar.
Esos mitos, que el autor también llama «narrativas estandarizadas», son las historias y afirmaciones que se encuentran habitualmente en los libros sobre esta temática, de forma tan generalizada que se reciben como verdad que no necesita verificación, los alumnos las aprenden de la voz del profesor, y raramente se cuestionan, pero se revelan equivocadas, o al menos poco precisas, cuando se investiga su procedencia o veracidad. En muchos casos esos mitos se relacionan con personajes, cuando se habla de tal persona como la abanderada de una escuela de pensamiento, de quién influyó a quién, etc. Pero también se habla de algunos mitos que tienen que ver con ideas y teorías lingüísticas; algunas que incluso han moldeado áreas enteras de esta disciplina hasta nuestros días.
Genealogías lingüísticas
Entre ellos está el «árbol genealógico» de las lenguas. Hay múltiples familias lingüísticas, cada una de ellas con su propio árbol, aunque la primera que se investigó en profundidad, y por tanto la más conocida, es la de las lenguas indoeuropeas, entre las que se encuentran, como indica su nombre, la mayoría de lenguas de Europa y alguna oriental como el sánscrito. Este árbol genealógico es un concepto icónico, que conocen todos los que han estudiado las lenguas y su historia, y también la mayoría de los que no lo han hecho.
Sería más apropiado llamarlo «árbol evolutivo», porque las relaciones entre lenguas que representan esos diagramas suelen compararse con la evolución de las especies. Algunos hasta lo toman como algo más que una analogía metafórica, y comparan los procesos de evolución biológica y lingüística. La «teoría darwinista del lenguaje» es tan antigua como la auténtica teoría darwinista de la evolución; la formuló en primer lugar August Schleicher en 1863, y Darwin mismo contribuyó a popularizarla en sus propios textos. Sin embargo, estamos hablando de procesos que son esencialmente biológicos por una parte y sociales por la otra, lo que hace sospechar que esas semejanzas son buscadas, derivadas de un símil preconcebido, «tan profundamente arraigado en nuestras ideas sobre cómo debería funcionar la historia de las lenguas que lo damos por supuesto», como sostiene McElvenny.
La cuestión es que una de las razones de que ese concepto esté tan arraigado es que la ciencia lingüística moderna se fundó alrededor de él, o más bien alrededor de una variación de ese concepto, anterior a los tiempos de Darwin y Schleicher, y más cargada de tintes mitológicos. Según cuenta otra de esas narrativas estandarizadas de la historia de la lingüística, el inicio de su era moderna se ubica en el discurso de William Jones para la Sociedad Asiática de Bengala en 1786, en el que este famoso orientalista llamó la atención sobre la semejanza entre el sánscrito, el latín, el griego, el gótico y el céltico, asumiendo un origen común de todas estas lenguas. Y un detalle muy interesante es el hecho de que Jones y sus contemporáneos enmarcasen ese descubrimento en el relato bíblico, como una muestra del desarrollo de las civilizaciones actuales (y sus lenguas) a partir de los linajes engendrados por los hijos de Noé: Sem en Asia, Cam en África, y Jafet en Europa.
Las generaciones de lingüistas posteriores se ocuparían de desmitologizar esas teorías, quedándose solo con lo que pudiese recibir un respaldo científico (aunque el nombre de «lenguas semíticas» llegó para quedarse, al contrario que las «camíticas» o las «jaféticas»). Y aun así, la idea una evolución por ramificación de ancestros comunes se ha mantenido con pocas alteraciones, a pesar de sus puntos débiles y en detrimento de propuestas alternativas. Tal como lo expresa McElvenny:
Los lingüistas aún hablan de familias de lenguas y delinean árboles genalógicos que preservan el principio de una descendencia patrilineal: cada árbol se ramifica con lenguas madres de las que nacen lenguas hijas. Otros tipos de relaciones lingüísticas, como los desarrollos atribuidos al contacto entre lenguas, a menudo se tratan como aberraciones que interfieren en ese esquema.
Las raíces de las lenguas
Otro mito de la historia lingüística es el de la evolución gramatical, aunque este es más bien un «mito intelectual», sin tintes bíblicos ni legendarios. La idea en cuestión es que las primeras lenguas nacieron como meras colecciones de palabras fijas en forma y significado, con una gramática rudimentaria que se limitaba a poner una palabra detrás de otra para relacionar conceptos entre sí. Según progresó el lenguaje, algunas de aquellas antiguas palabras se especializaron para cumplir una función gramatical (marcar el número o género de las cosas, el tiempo de una acción, la relación con el hablante o el oyente…) y se convirtieron en morfemas, mientras otras pasaron a ser las «raíces» de palabras más complejas complementadas con esos morfemas. Y con el tiempo esta gramática fue haciéndose más sofisticada, pasando de concatenar morfemas a combinarlos para dar lugar a las reglas de declinación, conjugación y otras estructuras gramaticales que tienen muchas lenguas modernas.
Este relato da un lugar histórico a las raíces léxicas que protagonizan las gramáticas clásicas y las antiquísimas descripciones del sánscrito de Pāṇini, que tuvieron muchísima influencia entre los filólogos del siglo XIX. Además se amoldaba de maravilla a la visión colonialista de la época, ya que pone a los idiomas (indo)europeos como ejemplo de la forma más avanzada de lenguaje, en comparación con las gramáticas aglutinativas del turco, la aislante del chino, etc.
Hoy ningún lingüista serio considera que unos idiomas sean más avanzados o primitivos que otros, y mucho menos por la tipología de sus gramáticas, pero aquellas viejas teorías han dejado su impronta. En los tratados de lenguas prehistóricas, sus vocabularios siguen estructurándose a partir de sus «raíces», y se siguen diciendo cosas como que «tanto día como dios se derivan de la raíz indoeuropea √deiw‑ ‘brillar’».
La mitología lingüística de Tolkien
Moviéndonos al terreno literario —particularmente al tolkieniano, como era de esperar en un artículo de este blog—, es interesante observar cómo J. R. R. Tolkien adaptó esos «mitos lingüísticos» para su propia creación, la de los idiomas de la Tierra Media. En los textos que escribió sobre sus lenguas inventadas, estas se presentan como una construcción de los primeros elfos, que partieron de bases o raíces de una o dos sílabas con una morfología muy sencilla, y las fueron enriqueciendo tal como comentaba antes. Incluso tenían su propio nombre élfico para ese proceso: el sundokarme o «formación de bases». Y en consonancia con esta idea, los vocabularios más extensos que compiló de esas lenguas élficas los estructuró en forma de diccionarios etimológicos. Asimismo, cada familia y subfamilia de las lenguas eldarin se asocia a uno de los clanes élficos, dando lugar a una estructura genealógica: tal como se presenta en el Silmarillion, el quenya era el idioma de los hijos de Finwë, el sindarin el de los elfos de Elwë (Elu Thingol), etc.
Digo que es interesante, porque esos detalles son precisamente los que hacen que la gente diga que las lenguas que Tolkien inventó parezcan reales. Y no deja de ser curioso que una de las claves para dotar de realismo a unas lenguas sea darles una historia basada en cosas que se sabe que no son realistas. Naturalmente, lo que ocurre es que no deberíamos estar hablando de realismo, sino como el propio Tolkien lo llamaba, de «consistencia interna de la realidad»: la obediencia de los hechos a unas reglas del mundo inventado que aceptamos, aunque esas reglas no sean las mismas que asumimos para el mundo en que vivimos.
La clave está, por tanto, en que Tolkien escogió para sus lenguas una buena historia para crear esa sensación de verosimilitud. No en vano hubo una época —no muy lejana— en la que era, de hecho, una historia verosímil para los expertos en la materia, y como comentaba arriba: incluso en la actualidad, cuando ya se consideran ideas obsoletas y hasta ridículas, continúan influyendo en cómo hablamos y pensamos en la historia del lenguaje.
Puede que en estos dos últimos siglos hayan cambiado mucho los métodos de investigación, y sobre todo la cantidad de información disponible para conocer la realidad; pero lo que no ha cambiado tanto es la forma en la que damos sentido al mundo y a nuestra historia. Por eso, una buena historia entonces sigue siendo buena hoy, y es una suerte que podamos seguir disfrutándola en los mundos imaginados, cuando la ciencia sugiere que dejemos de creer en ella.
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