Me falta un buen título para la película, pero me imagino escenas del trailer: brahmanes enfrentándose a colonos ingleses en la India; fundido en negro; la Reina Victoria de Inglaterra preguntando indignada «¿Cómo es que no podemos civilizar a esos salvajes?»; un hombre apuesto y distinguido, con pobladas patillas, responde: «Ni con todos vuestros ejércitos conseguiréis destruir sus ritos y creencias; están demasiado arraigados en sus mitos y su lengua ritual». «¿Qué sugiere usted que hagamos, entonces?» le espeta la Reina. Breve silencio con la mirada sostenida; el hombre dice serenamente: «Aprender sus mitos y su lengua ritual.» El mismo hombre, con pelo encanecido pero sin perder nada de su porte, está subido en un estrado recibiendo una larga ovación de la alta sociedad inglesa. Mientras suenan los aplausos se superponen varias imágenes: un clérigo que grita «¡Es un blasfemo, un cruzado en contra de Dios y de Cristo!»; «¡Un traidor extranjero!» dice otro hombre condecorado; «Un payaso, un imbécil consagrado», suelta lenta y roncamente un hombre sentado en un despacho, de frente despejada y con una enorme barba blanca. Los aplausos continúan de fondo, mientras la imagen del protagonista en el estrado se aleja poco a poco, viéndose cada vez más pequeño y menos iluminado.
No me dedico a nada que tenga que ver con el cine, así que probablemente sea una idea estúpida. Pero ahí la dejo, para lo que pueda servir. Sé que la idea de un biopic sobre un filólogo trasnochado no suena muy seductora, pero creo que la vida y figura de Friedrich Max Müller merecería uno. Reconozco que en parte me mueve mi peculiar obsesión con el siglo XIX, pero al fin y al cabo hablamos de un género de películas que en buena medida se utilizan para ilustrar ciertos periodos de la historia, y en este sentido el protagonista escogido no es un cualquiera, sino alguien que jugó un papel muy importante en la cultura inglesa y también en la historia de la filología. Más de lo que se suele conocer (o reconocer), porque tanto como subió su fama pronto cayó en el ostracismo, aunque eso lo hace si cabe aun más atractivo para escribir un guion interesante, ¿no?
Un descubrimiento inesperado
Mi interés por Max Müller se deriva de mi interés más antiguo y mayor por Tolkien, o mejor dicho del interés que Tolkien creó en mí por la conexión entre el lenguaje y la mitología. La primera vez que leí algo sobre él fue en el ensayo de Tolkien «Sobre los cuentos de hadas», en el que criticaba cínicamente a Max Müller por su afirmación de que la mitología era «una enfermedad del lenguaje». Entonces, un buen día encontré en una librería su libro de Mitología Comparada, y me dije que podía ser divertido leer las barbaridades que este terrible autor había escrito y que tanto habían indignado a mi admirado Tolkien. Aún recuerdo sorprenderme a mí mismo, honestamente entusiasmado por la lectura de aquel libro.
Recuerdo mi fascinación al leer cómo, tras una breve introducción en la que hablaba de las civilizaciones ancestrales y sus mitos, dando así justificación a que la palabra «mitología» destaque en el título, cuando por fin se metía en materia Max Müller se ponía hablar no de dioses y leyendas, sino de mera filología histórica y comparada, de las palabras que se podían reconstruir del antiguo pueblo indoeuropeo. (También recuerdo que me chocó que usase la palabra «arios» para referirse a aquel pueblo, pero cierto es que Max Müller se opuso al uso racista con el que se tendía a emplear ese término, y murió en 1900, antes de que se envileciera hasta el punto de que solo mencionarlo resulte vergonzoso.) Una buena parte al comienzo del libro se dedicaba a hablar de las relaciones familiares de las aldeas indoeuropeas, de sus actividades, su hábitat, hasta de los animales que domesticaban, y todo eso indagando solo en la historia de su lenguaje a través de reconstrucciones etimológicas.
No fue hasta casi haberme convencido de que el título del libro estaba equivocado, que comenzaron a mencionarse algunos conceptos míticos sobre la naturaleza, y luego los dioses y personajes de leyendas como héroes griegos y nórdicos, surgiendo de forma natural a partir del lenguaje. Me pareció maravilloso. Sí, tenía su punto «misomítico» en la medida que para Max Müller parecía más importante comprender ese origen lingüístico de los mitos que disfrutar de su valor poético, pero tampoco me parecía tan terrible. Aunque tuvieran perspectivas distintas, el abrazo entre mito y lenguaje que proponía Max Müller me parecía algo muy afín a lo que hacía Tolkien. ¿Por qué entonces Tolkien aludía a él con ese desprecio en su ensayo sobre los cuentos de hadas? ¿No se había pasado un poco?
Con el tiempo he ido descubriendo que lo de criticar a Max Müller con desdén no era algo particular de Tolkien. Es una práctica común que casi se podría calificar de linchamiento intelectual, que comenzó cuando estaba en lo más alto y ha continuado hasta hoy, solo suavizado por el hecho de que casi se haya olvidado su paso por la historia de la filología.
Nacido para ser una estrella…
No sabría decir en qué medida tuvo mala suerte o se la buscó. Como poco, tenía todas las papeletas para convertirse en un hombre detestado por todo aquel que no lo admirase. Nacido entre la aristocracia del ducado de Anhalt, en la actual Alemania, rodeado en su juventud de los más grandes músicos (Mendelssohn, von Webber, Clara Schuman…), y en su madurez de nobles y monarcas, no diría uno que esas compañías le hiciesen cultivar la humildad. Tanto es así que como su apellido Müller le parecía demasiado común, a pesar de la nobleza que llevaba en él, decidió prefijarlo con el «Max» que le habían puesto convenientemente de segundo nombre cuando nació. (Al pensar en esto no puedo evitar acordarme del episodio en que Homer Simpson se cambia el nombre a «Max Power» para convertirse en un triunfador.)
Cuando encontró su vocación en el estudio del sánscrito y la religión hindú, buscó el mayor reto que podría acometer un orientalista: traducir el Rig-veda, el texto más antiguo en sánscrito y una pieza fundamental de su ancestral literatura religiosa. En 1846, con 23 años, marchó a Londres donde los ingleses tenían todo el material que necesitaba —de acuerdo con su costumbre de expoliar el patrimonio cultural de sus colonias—, y allí el invitado alemán se convirtió en el Rey de los Estudios Orientales, igual que los Hanover que se sentaban en el trono de Inglaterra. Su proyecto creció hasta convertirse en una obra de 50 volúmenes con los Libros sagrados de Oriente, editados por Max Müller para la Oxford University Press. En Oxford se le escapó la cátedra de sánscrito para la que se pensaba destinado, pero la universidad creó para él una nueva cátedra de filología comparada, que mantuvo desde 1968 hasta su muerte en 1900. Y a lo largo de su carrera acumuló una cantidad de títulos, medallas y distinciones reales e imperiales que parecería más propia de héroes militares, diplomáticos y gobernantes que de un profesor universitario.
Friedrich Max Müller era, a juzgar por los testimonios, un hombre de porte imponente, intelecto brillante y personalidad arrolladora. El siglo y medio que ha pasado desde que escribió sus disertaciones sobre mitología, religión y la ciencia del lenguaje ha dejado a muchas de sus ideas obsoletas y trasnochadas, pero su lectura sigue siendo entretenida —incluso en puntos fascinante, como decía antes al relatar mi primer encuentro con su obra—. Puedo imaginar que verlo y escucharlo cuando exponía aquellas disertaciones en público sería aún más fascinante. Fue un precursor de la divulgación en la ciencia lingüística, podría decirse que incluso un influencer, aunque su público no era tanto la masa social que hoy se alimenta de Instagram, YouTube o TikTok, sino la alta sociedad. Tal como explicó T. J. McCormack en el artículo biográfico que escribió para The Open Court:
El mayor servicio de Max Müller fue, sin duda, hacer que el conocimiento fuera agradable, es más, incluso que estuviera de moda; y su mayor orgullo fue que cuando impartía sus conferencias sobre la ciencia del lenguaje en el Royal Institution, la calle Albermarle se abarrotaba con los empenachados carruajes de los grandes, y que no solo «los agudos ojos de Faraday» o el «rostro macizo del obispo de St. Davis», sino hasta los semblantes de la realeza le iluminaban desde el auditorio.
The Open Court 14 (1900), pp. 734
Una cosa que caracterizaba el discurso de Max Müller era su ingenio para encontrar términos y expresiones memorables, que con el tiempo se han convertido en memes lingüísticos. En sus lecciones sobre la ciencia del lenguaje (concretamente en la quinta del segundo volumen) se atribuyó a sí mismo la invención del nombre de la «ley de Grimm» que está en todos los textos sobre fonología histórica —y no he encontrado ninguna evidencia que lo contradiga—. Otros términos que conoce cualquiera que haya leído un poco sobre la evolución del lenguaje son los de la «teoría bow-bow» y la «teoría pooh-pooh», que vienen a usarse para denominar las hipótesis de un origen del lenguaje oral basado en onomatopeyas o las interjecciones, respectivamente. De nuevo, estos fueron términos empleados por Max Müller para dar color a las críticas sobre esas ideas en sus disertaciones.
… y condenado a terminar estrellado
Pero lo realmente interesante de este asunto es que una tercera teoría que suele mencionarse, la ding-dong (sobre un origen basado en simbolismos fonéticos, no necesariamente onomatopéyicos) no fue acuñada por Max Müller, sino por su némesis, el americano William Dwight Whitney, para burlarse de que aquel concediese algún crédito a esa idea.
En mi película imaginada Whitney sería el malo, ese personaje que al principo parece que va a ser un compañero colaborador, pero luego se convierte en un adversario que lo odia a muerte. No digo que sus críticas fuesen infundadas, pero una buena dosis de tirria personal tampoco le faltaba, supongo que en parte motivada por ver cómo aquel aristócrata europeo crecía en fama y era laureado por revolcarse en el barro de la filología, mientras sus propios trabajos en las mismas materias quedaban eclipsados.
Whitney, solo unos pocos años más joven que Max Müller, comenzó siguiendo sus pasos, estudiando sánscrito y embarcándose en la traducción de otras vedas. Poco a poco fueron rivalizando en cada vez más aspectos, con divergencias cada vez más acusadas, hasta que se desencadenó una hostilidad abierta entre los dos. Poco después de las famosas conferencias que Max Müller pronunció sobre la ciencia del lenguaje en el Royal Institution de Londres, Whitney impartió sus propias lecciones al auditorio del Smithsonian en Washington, con abundantes críticas al primero, que unos cuantos años después decidió compendiar en un libro bajo el título bien explícito de Max Müller and the Science of Language: a Criticism. La historia finalmente favoreció a Whitney, cuyas ideas más modernas, despojadas de tintes románticos y espirituales, fueron acogidas por los neogramáticos y las siguientes generaciones de filólogos y lingüistas de actitudes más sobrias.
La gloria de Max Müller fue también su ruina. William Dwight Whitney fue solo uno —puede que el más notorio, pero solo uno— de los muchos que vapulearon intelectualmente a Max Müller a cuenta de sus teorías y actitudes, que tampoco es que fuesen tan extravagantes: muchos otros antes que él las habían sostenido también —entre ellos figuras célebres y respetadas por los mismos críticos—, aunque fueron menos los que las defendieron después. Los vientos cambiaban, y él cometió el error de erigirse en capitán del buque que navegaba a barlovento. Su decisión más desastrosa, posiblemente, fue oponerse frontalmente a Darwin respecto a las nacientes teorías sobre la evolución del ser humano y sus facultades. Max Müller no estaba dispuesto a aceptar que entre las formas de comunicación animal y el lenguaje humano solo hubiese una diferencia de grado de evolución, y se enfrentó abiertamente a las ideas de Darwin, con un nefasto resultado.
Por supuesto, también está su criticado planteamiento de la mitología como «enfermedad del lenguaje»: uno más de los chascarrillos que se volvieron contra él, como los divertidos nombres que utilizó para referirse a las teorías del origen del lenguaje. En este caso, a lo que se refería Max Müller era a la idea de que los mitos surgen de un estadio primitivo del lenguaje, que carecía de vocabulario para referirse de forma directa conceptos abstractos como el destino, el amor, el tiempo, las estaciones del año…, y en su lugar empleaba expresiones metafóricas, personalizando de un modo u otro esos conceptos. Según esta idea, los mitos eran desarrollos narrativos de esas personificaciones que originalmente no estaban planificadas para contar historias, solo tenían un propósito lingüístico. De esta manera conciliaba su respeto y admiración hacia las culturas ancestrales con el hecho de que sus mitos y tradiciones contuviesen historias que no solo eran inverosímiles o absurdas, sino a veces inmorales e inhumanas, con actos incestuosos, criminales y canibalísticos. Desde la perspectiva actual podría verse como una actitud ñoña y puritana, pero hay que tener en cuenta que Max Müller no solo pensaba en mitologías de civilizaciones ya extintas como las clásicas y nórdicas, sino que uno de sus principales intereses era la religión hindú, que horrorizaba a los colonos británicos con prácticas como la quema de viudas.

Cuando Tolkien ironizaba sobre este asunto, estaba siguiendo una vieja tradición de mofarse de las ideas de Max Müller sobre los orígenes de los mitos, que se remonta por lo menos a las críticas de Andrew Lang (con quien Tolkien tampoco comulgaba en este tema, aunque al menos podía tenerle más cariño por sus compilaciones de cuentos que leía de pequeño). Posiblemente el ejemplo más notorio de este tipo de crítica fue el artículo cómico que escribió el reverendo R. F. Littledale en la revista Kottabos. En aquel artículo, titulado «The Oxford Solar Myth», Littledale parodiaba el tipo de argumentos empleados por Max Müller en sus textos, reutilizándolos para demostrar que el propio Max Müller no era una persona real, sino un mito solar —más o menos en la línea en la que Bobby Henderson parodió el argumentario de los creacionistas dando lugar al pastafarismo—.
Muchas veces los personajes vilipendiados comienzan a recibir respeto incluso de sus antiguos enemigos tras la muerte. A Friedrich Max Müller le ocurrió más bien al revés. Después de morir (cuando «abandonó el escenario de la historia», por usar el eufemismo que McCormack encontró más adecuado para él en el artículo biográfico que comenté antes), y tras algunos homenajes para guardar las formas, muy pocos se arriesgaron a ensalzar su figura, ni siquiera aquellos que sostenían ideas afines, no fuera que se viesen arrastrados por la corriente.
Es llamativo el caso de Abram Smythe Palmer, que fue quien editó póstumamente el tratado de Mitología comparada que comentaba al principio: en la edición en español que yo leí no estaba, pero la versión original de 1909 contaba con una introducción del editor con una especie de disclaimer acerca de las teorías sobre los mitos solares, para evitar que la mala fama que arrastraban menoscabase el libro. Echaba la culpa de esa mala prensa a las exageraciones de George W. Cox, discípulo de Max Müller, y para exhibir su distanciamiento incluso vio oportuno incluir el artículo satírico de Littledale. Tengo que decir que este es el único caso que conozco de un libro cuyo editor tiene a bien prologarlo con un texto que se burla del autor principal, aprovechando que estaba muerto y no se podía oponer.
Así, la gran fama de la que Max Müller gozó en su momento ha ido cayendo poco a poco en el olvido, y se ha convertido en un personaje casi irrelevante. Quien trató de convertirse en el paladín de la ciencia del lenguaje es a menudo esquivado en los tratados de la misma, como el magnífico relato de la historia de la lingüística moderna de James McElvenny, donde Max Müller es apenas mencionado, y poco más que para decir lo mucho que metió la pata.
Es más, cuando su nombre ha resurgido en los últimos años, no ha sido para reivindicar sus contribuciones sino para arrojar más sombra sobre ellas. Los sanscritistas modernos han puesto en tela de juicio las traducciones que Max Müller hizo del Rig-veda, que por muchos años han sido la referencia principal para su estudio, pero no solo acusando errores e interpretaciones equivocadas, sino también traducciones distorsionadas deliberadamente, con propósitos políticos y religiosos. Apoyándose tanto en nuevas traducciones así como en cartas y hechos biográficos del propio Max Müller, estos críticos presentan su trabajo académico como una herramienta de propaganda británica para deprivar al pueblo hindú de su auténtica tradición y convertirlos al cristianismo.
¿Héroe o villano? ¿Triunfador o perededor? No puedo dejar de pensar que Friedrich Max Müller sería el protagonista perfecto para un drama que podría relatar una época y un mundo tan fascinante como el personaje en sí.
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