Ir al contenido principal

El glamour de la gramática

No se puede culpar a los niños que piensan que las clases de gramática son una estupidez. Como poco, tienen argumentos razonables para considerar que son un esnobismo. Al fin y al cabo esos niños han aprendido a hablar perfectamente sin necesidad de estudiar de antemano un montón de reglas que, encima, están plagadas de excepciones absurdas. Si además están estudiando más de un idioma se encontrarán con disparates como que el gerundio sirve para cosas distintas en cada lengua, y cosas así.

Padres y maestros intentarán motivarles argumentando que así entenderán por qué se habla como se habla, y aprenderán a hacerlo bien, sin cometer los fallos habituales. Esta última parte, sin embargo, solo será convincente en la medida que el niño no se cuestione esa visión prescriptivista de que si habla de un modo distinto al de la mayoría, estarán hablando «mal», y mientras no caiga en la cuenta de lo incongruente que es que haya normas contrarias a «lo normal», es decir a lo habitual y mayoritario.

No digo que las normas lingüísticas no tengan importancia. Importan socialmente, y mucho. Hablar, escribir, actuar de una manera, siguiendo un código con sus rasgos peculiares, distingue a «los tuyos» de «los otros», y es clave para la cohesión social. La pena es que esta faceta social de la gramática, que la convierte en un catálogo de normas, enmascare su valor como puerta de entrada al concomeinto de nuestra mente. O lo que es peor, que pervierta ese valor.

Gramática por Cornelius Cort
Personificación de la gramática enseñando a un niño.
Fuente: Las siete artes liberales de Cornelis Cort.

La gramática a lo largo de los siglos

Toda la vida se lleva diciendo que, igual que las matemáticas sirve para describir el funcionamiento de los fenómenos físicos, la gramática describe la forma en la que las ideas se engranan en nuestro pensamiento. Así, la gramática se presenta muchas veces como «la lógica del lenguaje». Pero tradicionalmente esta idea se ha mezclado de forma perversa con los planteamientos clasicistas y prescriptivistas del lenguaje.

Hasta hace no tanto, todo hombre instruido (o mujer, aunque a pocas se les tenía en cuenta para estas cosas) debía saber leer y expresarse en latín, porque solo la lengua de Cicerón y Séneca preservaba, según los entendidos, la perfección léxica y gramatical que construyeron los grandes pensadores de la Antigüedad. El griego clásico también tenía, por supuesto, un lugar en este Olimpo lingüístico, por encima o debajo del latín según a quién se preguntase. Pero de ningún modo era digno sostener algo así respecto al romance en el que «degeneró» el latín, los bárbaros idiomas de los pueblos germánicos, o cualquier otra lengua vernácula. Si querías decir algo bien dicho, lo adecuado era expresarlo en latín.

Así, durante siglos «aprender gramática» era sinónimo de aprender latín. Todas las lenguas tenían sus reglas, pero la gramática, el andamiaje del pensamiento lingüístico, debía adquirirse en la forma que escribían los autores clásicos, no por el producto degradado de sus descendientes. Tenemos un vestigio de esto en las Grammar Schools del Reino Unido y antiguas colonias británicas, heredadas de tiempos medievales. En su origen eran escuelas para aprender latín y a usarlo correctamente, según su gramática (que en inglés llamaban glomery, derivada del latín medieval grameria > glomeria). Pero pronto se convirtieron en centros de enseñanza multidisciplinar, para preparar a niños de los que se esperaban estudios universitarios. Una transformación natural, ya que el latín ha sido durante muchos siglos el vehículo principal del conocimiento en toda Europa.

Por eso, en gran medida, saber gramática (gramática clásica, se entiende) era también sinónimo de saber mucho en general. De ahí el apelativo del famoso historiador danés Saxo Grammaticus, que vendría a traducirse como «Saxo el Erudito». Para algunos ese saber tenía hasta ciertos tintes misteriosos, de saber oculto, mágico. Los grimorios (originalmente libros de instrucción y conocimiento en latín) estaban repletos de fórmulas que ya poseían el aire de conjuros mágicos mucho antes de que J. K. Rowling idease los hechizos de Harry Potter. Y también es ese el origen de esa forma de hechizo que cautiva los sentidos y llamamos glamour.

Página de Cyprianus con inscripciones en latín, griego y hebreo
Página del Cyprianus, famoso grimorio escandinavo, con inscripciones en latín, griego clásico y hebreo. Fuente: Wellcome Images y Wikimedia Commons (CC BY 4.0).

Incluso en su sentido estrictamente lingüístico, el concepto de gramática ha sido más difuso de lo que se considera hoy en día. En la Alemania del siglo XIX, la palabra Grammatik abarcaba todo tipo de saber lingüístico, y un Grammatiker venía a ser más o menos lo mismo que un filólogo. A ello le debemos que cuando creció el interés humanístico y científico por otros idiomas aparte de los clásicos, comenzaron a publicarse libros identificados como «gramáticas» del sánscrito, las lenguas célticas, germánicas…, ya no solo en Alemania sino también en países con otros idiomas, que eran extensos tratados filológicos, que además de hablar sobre la estructura sintáctica y morfológica de esas lenguas, hablaban también de su fonología, etimología y hasta su historia.

Los estudios de aquellos filólogos también supusieron el destronamiento de las lenguas clásicas, porque descubrieron lenguas aun más venerables en Oriente. Es famosa la afirmación de Sir William Jones en su discurso del tercer aniversario de la Real Sociedad Asiática, tradicionalmente considerado como hito que marcó el nacimiento de la lingüística moderna:

La lengua sánscrita, cualquiera que sea su antigüedad, es de una estructura maravillosa; más perfecta que el griego, más copiosa que el latín, y con un refinamiento más exquisito que cualquiera de las otras dos, y aun así presenta una afinidad con ambas, tanto en las raíces de los verbos como en las formas de su gramática, mayor de la que podría haberse producido por accidente; tan grande, de hecho, que ningún filólogo podría examinar las tres sin creer que surgieron de una fuente común que, quizás, ya no existe.

Así la veneración hacia el latín y el griego dio paso a otro tipo de mitos lingüísticos sobre lenguas más ancestrales, sobre los que creció poco más tarde el estudio científico del lenguaje. Y se acabó entendiendo que no hay, ni ha habido ni habrá una lengua en la historia con suficiente mérito como para elevarse en dignidad y perfección sobre otras; todas están al mismo nivel en una maraña con distinciones difusas y en cambio perpetuo, tan antigua como la humanidad, aunque incluso en el mejor de los casos no se puede ver nada de ella más allá de unos pocos milenios atrás.

Ahora bien, en esa amalgama de lenguas cambiantes no todo muda en la misma medida. Y el aspecto más estable, el que mejor sirve para establecer el parentesco entre idiomas, es precisamente lo que hoy entendemos como gramática: el modo en el que se estructuran los distintos elementos de las frases y las palabras, en qué orden va el sujeto respecto al verbo y el objeto, la forma en que nombres, adjetivos, adverbios y demás tipos de palabras se componen para expresar hechos, preguntarlos, etc., independientemente de los sonidos que se usan para dar forma a esas palabras. Entonces cobra fuerza una fascinante idea: quizás ese concepto más abstracto de gramática pueda dar la clave de lo que es la esencia del lenguaje, y puede que no ya para cada familia de lenguas, sino para el lenguaje común a toda la humanidad.

La Gramática Universal

Esto, de todos modos, no se lo inventaron los filólogos del siglo XIX. Más de medio milenio antes el franciscano Roger Bacon ya escribió que «la gramática es esencialmente una sola y la misma en todas las lenguas, a pesar de las variaciones accidentales», y a él le siguieron numerosos «gramáticos especulativos» que defendían la idea de una gramática universal e intentaron desentrañar sus detalles, aunque en todo aquel tiempo las ideas estaban condicionadas por los prejuicios clasicistas que comentaba antes.

En la actualidad, la idea de una Gramática Universal (así, con mayúsculas) se asocia sobre todo a Noam Chomsky, que revolucionó el panorama de la lingüística a mediados del siglo XX. La diferencia de las teorías de Chomsky y las de quienes le precedieron es que él las desarrolló ya en la era de la computación. Gracias a esto encontró nuevas maneras de representar la información que maneja el lenguaje y cómo procesarla, mucho más abstractas e independientes de formas particulares del lenguaje hablado. Esto supuso un paso de gigante a la hora de formular un modelo de gramática que pretende servir para cualquier idioma posible, sea hablado por muchos, pocos o incluso uno desconocido hasta el momento. Por otro lado, también hace que esas formulaciones resulten extrañas, casi más parecidas a expresiones matemáticas que a lo que uno esperaría de una representación del lenguaje hablado.

Pero al menos en uno de sus detalles tiene mucho que ver con algo que resulta muy familiar, al menos para los colegiales durante las clases de lengua: esos análisis sintácticos, en los que los sintagmas de las oraciones se van descomponiendo y enlazándo jerárquicamente en una especie de árbol. Y es que esas descomposiciones reflejan un aspecto esencial de la gramática del lenguaje humano, la clave de su versatilidad y lo que lo hace único, inimitable aun siquiera por los modelos más exitosos de inteligencia artificial de hoy en día.

Análisis sintáctico de 'En un agujero en el suelo vivía un hobbit'
Diagrama de de una oración (O) analizada siguiendo una forma simplificada de las estructuras sintácticas de Chomsky, en sintagmas verbales (SV), nominales (SN) y preposicionales (SP). Los triángulos representan elementos no analizados del todo —incluyendo el verbo conjugado—.

La principal tarea de esos grandes modelos de lenguaje es, al fin y al cabo, poner una palabra detrás de otra; simplificando y exagerando a la vez, son como los predictores de texto de las aplicaciones de chat con esteroides, entrenados con cantidades ingentes de ejemplos. Pero el lenguaje humano no es lineal: en la mente los conceptos no se engarzan como cadenas de palabras, sino más bien como esos árboles que hacen dibujar en el colegio. La proximidad entre las ideas que pronunciamos no se mide por el número de palabras que se dicen entre ellas, sino por el camino que hay que recorrer en ese árbol para conectarlas; un camino que no va de izquierda a derecha, y en el que las ramas pueden girar como uno de esos móviles para bebés. Esa manera de formar frases permite que el lenguaje sea recursivo, que con él se puedan formar infinitos mensajes con una cantidad de recursos pequeña, y que hagan falta tan pocos estímulos y tan poco tiempo para que los seres humanos aprendamos a comprender y usar a la perfección una herramienta tan compleja y poderosa como el lenguaje.

Lo de decir que se necesita muy poco para dominar el lenguaje puede hacer torcer el gesto a primera vista. Desde luego que ese periodo de aprendizaje se hace largo para los padres de bebés que darían todo por que su criatura hablase y así saber qué rayos quiere, qué le duele, por qué protesta. Pero los hechos objetivos, desprovistos de la desesperación paterna, muestran un proceso asombroso, si no por su velocidad, al menos por la poca variedad de ejemplos que necesita un niño para hacer que florezca toda su capacidad de entender y usar el lenguaje; una ridiculez, desde luego, si se compara con el volumen de textos que se necesita para entrenar a los modelos artificiales.

En nuestra sociedad tan competitiva nos esforzamos para dar a los sentidos de los niños materia abundante que estimule su aprendizaje: contarles cuentos, actividades en la guardería, juegos cuidadosamente diseñados… Cosas muy útiles para acelerar el proceso y favorecer buenos resultados, o al menos para sentirnos menos culpables cuando no se logran. Pero a hablar se aprende igual con o sin todos esos estímulos, salvo en casos patológicos o de cruel deprivación total de interacción con otros humanos. Los niños de las tribus t'simanesas en Bolivia aprenden incluso de la mera observación de conversaciones entre adultos, cuando sus padres ni se molestan en hablar con ellos hasta que los pequeños ya son capaces de hacerlo. La razón, según los proponentes de la Gramática Universal, es que toda esa estructura del lenguaje, que es la misma para todas las lenguas del mundo, ya está de forma innata en el cerebro de esos niños. Lo único que hace falta para poner en marcha la maquinaria son unos pocos ejemplos, que sirven para ajustar los engranajes y hacerlos rodar en la configuración específica de su lengua materna.

Tiene su ironía que tengamos que ir a la escuela para conocer el funcionamiento de esa parte innata del lenguaje, a aprender sobre lo que está ahí antes de que aprendamos a hablar. Hago memoria de cuando yo recibía aquellas lecciones y hacía análisis sintácticos, y los recuerdo como un simple ejercicio entretenido —aunque para muchos de mis compañeros eran aburridos y absurdos, no hay duda—, sin mayor transcendencia. La cosa habría tenido algo más de glamour, pienso, si hubiera sabido que aquello era como delinear el funcionamiento de uno de los atributos más fascinantes de la mente humana.

Comentarios