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Más filosofísica: la causa perdida

Cualquier padre, toda madre se ha enfrentado a medias divertido, irritada y con genuino desconcierto al darse de cuenta de su ignorancia, a esas series recursivas de «¿y por qué» de sus hijos. Y es que los humanos tenemos una curiosidad innata por conocer cosas, y en particular por el motivo de que sean así y no de otro modo: sus causas, el porqué. Por cierto, que digo los humanos en general, no solo los niños; lo que suele cambiar más con el tiempo es nuestra conciencia sobre lo que saben los mayores y la tendencia a divertirnos con reacciones repetitivas. Aunque en fin, también es verdad que hay casos de auténtica estupidez y acomodamiento en la ignorancia, pero qué le vamos a hacer.

Mujer con boca tapada preguntando 'why', por Marco Bianchetti (Pexels)

Ya hablé de esto (sobre nuestra tendencia a preguntarnos la causa de las cosas, no sobre los mentecatos) cuando comentaba El libro del porqué de Judea Pearl hace unos meses: del papel que juega la imaginación en la visión del mundo; cómo la capacidad de imaginar mundos e historias distintas de las que observamos y experimentamos nos lleva a un tipo de pensamiento causal. Nos preguntamos qué es lo que hace que las cosas pasen de un modo y no de cualquier otro imaginable. Y también comenté entonces las dificultades que ese pensamiento causal produjo en los comienzos de la estadística moderna, que hasta hace muy poco estuvo dándole la espalda, negándose a responder los «porqués» de lo que estudiaba.

Pero esto no es un asunto exclusivo de la estadística y la ciencia de datos. También hablé en el anterior artículo de «filosofísica» de cómo las ciencias más fundamentales se han reformulado sobre modelos que desafían ese pensamiento causal, y hoy quiero profundizar un poco más en ese tema.

¿Por qué ya no importa el porqué?

Vivimos en un mundo en movimiento —afortunadamente, porque si no la existencia sería muy aburrida—. Si sabemos que algo existe es porque se mueve, o al menos cambia (algo se mueve dentro de él), o bien porque influye en el movimiento de otras cosas: si ese algo no existiese, el resto de cosas no se moverían igual. A lo largo de la historia filósofos y científicos han investigado lo que causa el movimiento, bautizándolo como «fuerza»; y entre todos ellos destaca Isaac Newton, que estableció formalmente esa relación entre fuerza y movimiento con su famosa fórmula F = m·a («la fuerza es igual a la masa por la aceleración»).

Esa ecuación, pensaron los científicos, encerraba los fundamentos del funcionamiento de la naturaleza. Se habrían sentido capaces de calcular el curso de toda la historia del universo y predecir el futuro, con tal de tener toda la información del movimiento y las fuerzas presentes en un solo instante (y una capacidad de cálculo infinita, habría que añadir). «Solo» tendrían que computar el cambio de los movimientos provocados por las fuerzas en ese instante, y luego en el siguiente, y el siguiente… hasta donde se quisiese llegar.

Dejando aparte las imposibilidades prácticas de poder hacer eso, más tarde se formularon otros principios de la naturaleza aun más fundamentales, de los que las leyes de Newton resultarían ser solo una derivada, y en los que, como comentaba en el artículo anterior, la relación de causa-efecto se desvanece. Y por si fuera poco, con las teorías cuánticas y de relatividad construidas en el siglo XX las fuerzas han pasado a verse como consecuencias del movimiento de energía y masa en forma de partículas fundamentales, en un espacio y un tiempo que se deforma de maneras extrañas. Cada paso ha ido llevando a hallazgos mayores, a modelos más precisos, pero también más lejos de un universo regido por unas relaciones de causa-efecto bien definidas.

En este contexto, filósofos y científicos comenzaron a plantearse si el pensamiento causal era más un estorbo que otra cosa para el avance de las ciencias. El más famoso fue el británico Bertrand Russell, que lo expuso con una célebre comparación:

La ley de causalidad, creo, al igual que mucho de lo que aceptan los filósofos, es una reliquia de una era pasada, que sobrevive, al igual que la monarquía, solo porque se supone erróneamente que no hace ningún daño

Bertrand Russell, On the Notion of Cause (1913)

El problema de las ciencias con el pensamiento causal, todo sea dicho de paso, no se limita a las teorías modernas, aunque estas lo acentúen. El meollo está en la dificultad de definir sin ambigüedades qué hace que una cosa sea causa de otra. Y tampoco ayuda que el lenguaje matemático que se usa para definir las leyes naturales no tenga una forma adecuada de expresar ese tipo de relación. Las ecuaciones solo expresan relaciones de igualdad, no de causa-efecto; la fuerza es igual a la masa por la aceleración, no su causa. Y en lo más elemental, las leyes de la física son simétricas respecto al tiempo; dictan los mismos cambios hacia el futuro que hacia el pasado.

Cara interior del reloj del Museo de Orsay
Visto desde la parte interior, el reloj del Museo de Orsay parece marcar el tiempo al revés; para las leyes de la Física lo mismo daría. Fotografía de Sharon Mollerus. Fuente: Wikimedia Commons (CC BY 2.0)

Superando los límites del lenguaje matemático

La respuesta de Russell a ese problema refleja la misma actitud con la que su alumno y colega Ludwig Wittgenstein enunció el punto 5.6 de su famoso Tractatus logico-philosophicus: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». ¿Pero realmente hace falta rendirse y abandonar la búsqueda sin más?

El lenguaje de las matemáticas ha tenido mucho más éxito que las lenguas orales a la hora de estandarizarse a lo largo y ancho del mundo; y el hecho de que se conozca como «el lenguaje en el que Dios escribió el universo», parafraseando a Galileo, invita a verlo como algo fijo, universal y perfecto. Pero ni lo es ni lo será, porque para empezar las formulaciones matemáticas son una invención tan humana como las lenguas que hemos aprendido a hablar, y en ambos casos están construidas sobre nuestra forma de entender y relacionar ideas. Cuando Newton formuló sus principios de la naturaleza, también tuvo que inventar nuevos conceptos matemáticos para resolver sus ecuaciones, aunque ahora se enseñan como algo que siempre estuvo allí. Ni siquiera cosas como los números negativos fueron usadas en las matemáticas de Occidente hasta finales de la Edad Media —y al principio eran despreciados como números absurdos—.

¿Por qué, entonces, renunciar a las relaciones causales en nuestra concepción de la naturaleza, en lugar de mejorar las matemáticas para poder expresarlas correctamente? Esa es al menos la propuesta de Judea Pearl, que ha introducido el concepto del do-calculus en la ciencia de datos y de la computación, con el propósito de acabar con el «tabú anticausal» que sufren esas y otras disciplinas.

Quizá sea ingenuo o antropocéntrico pensar que la realidad tiene que ajustarse a nuestros caprichos psicológicos. Pero igual de antropocéntrico o más, y arrogante también, es suponer que el intelecto humano está hecho para comprender la totalidad de un universo del que solo somos una anécdota pasajera. Lo más razonable es asumir que la evolución nos ha dotado de una capacidad de imaginar y razonar en la medida que ha servido para la pervivencia de nuestra especie, así que más nos vale creer en cosas coherentes con esa forma natural de pensar, en una realidad con sentido.

En un mundo donde la causalidad no fuese algo real, en el que solo se tratase de una fantasía de nuestro pensamiento, tampoco tendríamos libre albedrío más allá de nuestra imaginación. Porque una relación de causa-efecto es precisamente eso: una pareja de eventos en la que uno, la causa, puede cambiar libremente, y el otro también cambia, pero solo como consecuencia del primero. Sin esa asimetría podríamos seguir encontrando relaciones entre las cosas, pero solo sintiéndonos meros espectadores, capaces como mucho de entender pero no de actuar. En última instancia, sin causalidad no hay lugar para la responsabilidad, y ya andamos suficientemente escasos de ella en estos días.

Quizás voy demasiado lejos en el discurso lógico, lo admito. La verdad es que poca gente es tan nihilista como para negar la causalidad en términos tan absolutos; lo normal es contentarse con una aséptica separación entre el dominio de las ciencias físicas y el de la filosofía o la moral, diciendo que es en el alcance limitado de las primeras donde las relaciones de causa-efecto no tienen lugar. Personalmente me parece una solución pragmática y útil; lo que no sé decir es si también inevitable o incluso deseable, o si se trata solo de un parche conveniente hasta encontrar algo mejor.

Sea como sea, esta fragmentación de nuestra conciencia sobre el mundo no debe llevar a descuidar ninguna de las partes. No dejemos nunca de lado esa búsqueda instintiva de sabiduría que lleva a los niños a preguntar por qué, la que pide explicaciones que van más allá de describir cómo son las cosas, y quiere encontrarles un sentido. O moviéndonos a un terreno más literario, vale la pena mirar nuestro mundo como los niños contemplan los de los cuentos, preguntándose qué hay en ellos de verdad, lo que tal como dijo J. R. R. Tolkien, «no es pregunta que se conteste ni en un segundo ni de cualquier manera» aunque también añadió:

A mí me han preguntado con mucha mayor frecuencia: «¿Él era bueno? ¿Era malvado?». Es decir, que estaban más interesados por deslindar el lado Bueno del Malo. Y esa es una pregunta importante tanto en Historia como en Fantasía

J. R. R. Tolkien, Sobre los cuentos de hadas

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