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Filosofísica: reacción a la mínima acción

Prisma con luz refractada

De todos los ensayos que escribió C. S. Lewis a lo largo de su vida, uno de mis favoritos es Bluspels and Flalansferes, al que le dio el divertido subtítulo de «una pesadilla semántica». Se trata de una breve disertación que hizo sobre las metáforas en 1936, ante el Club Filológico de la Universidad de Manchester, y que publicó tres años después en el libro Rehabilitations and Other Essays. Es, posiblemente, uno de los textos filológicos más importantes de Lewis en su etapa de Oxford —más tarde, durante los años que estuvo en Cambridge, tendría ocasión de publicar el libro de Studies in Words del que ya hablé hace un tiempo—.

En ese ensayo, Lewis reflexionaba sobre la idea de que el vocabulario de una lengua está compuesto esencialmente de «metáforas muertas», y en qué medida la forma en la que vemos las cosas se ve influida por el sentido original de esas metáforas. Y en esa reflexión distinguía entre las que llamaba «metáforas del maestro» de las «metáforas del discípulo», representadas cada una de ellas por las dos palabras del título, respectivamente.

Así, Bluspels era su ejemplo imaginado de cómo podría haber degenerado en el lenguaje común la expresión blue spectacles (anteojos azules), acuñada para expresar las limitaciones que imponen nuestros sentidos a la visión que podemos alcanzar del mundo (un mundo que parecería azul si solo se ve a través de esos anteojos azules). Esas «metáforas del maestro», argumentaba Lewis, dan una expresión vívida, memorable y compacta de conceptos abstractos, que para expresar con mayor rigor necesitarían largas explicaciones, no muy prácticas en la conversación.

Por otro lado están las «metáforas del discípulo», inventadas para simplificar y hacer inteligibles conceptos que de otro modo serían difíciles de entender. Como ejemplo de esto Lewis escogió la alegoría inventada por Edwin Abbott para explicar la geometría de cuatro dimensiones, usada en la física relativista. En su cuento de Flatland (Planilandia), Abbott cuenta las extrañas experiencias vividas por los seres de un mundo plano que comienzan a interactuar con el mundo de tres dimensiones que los lectores conocemos bien, pero que esas desdichadas criaturas no tenían forma de comprender. A través de esta historia, las Flatland spheres («esferas de planilandia») servirían para que un estudiante entienda la idea básica de una geometría de más dimensiones que las que experimenta de forma cotidiana, pero tal como consideraba Lewis, esa metáfora no sería suficiente para dar la comprensión plena de la idea de una geometría tetradimensional; y el uso continuado de la expresión hasta que degenerase a Flalansferes anclaría el entendimiento del alumno a esa imagen simplificada, aproximada pero no equivalente a la de la idea más compleja.

Esferas de Planilandia
En Planilandia las esferas se ven como círculos que cambian de tamaño cuando se desplazan en la tercera dimensión.

Cuando leí aquel ensayo por primera vez me pareció curioso y divertido que Lewis escogiera un ejemplo de las ciencias matemáticas, también muy presente en las teorías de física relativista. Me llamó la atención por el contraste con la imagen que me había hecho de él como un tipo de letras y con poco interés en las ciencias, incluso reacio a los avances modernos facilitados por las mismas —una imagen prejuiciosa y poco acertada, como comprendí poco después—. En cualquier caso, tiene mucho sentido que recurriese a las ciencias físicas para comentar las metáforas del discípulo, ya que es un ámbito en el que resultan de lo más necesarias; de hecho la gente que se dedica a la divulgación científica hace un uso constante de las mismas, y su trabajo se hace difícil cuando no se encuentra una metáfora adecuada.

Metáforas para la acción

Pensé mucho en ese tema al ver una serie de vídeos del canal Veritasium (de lo mejor en divulgación científica, por cierto) dedicados al principio de mínima acción empleado en las ciencias físicas —y en particular sus implicaciones en física cuántica—. Este principio es un postulado que a día de hoy se presenta como más fundamental que las mismísimas leyes de Newton, las que dictan el movimiento de las cosas a partir de sus masas y las fuerzas que actúan sobre ellas.

El concepto clave es el de la «acción», una magnitud que, a pesar de ser tan crucial para uno de los principios fundamentales de la Física, desafortunadamente no se corresponde con ninguna cosa que seamos capaces de percibir directamente, como los parámetros del movimiento (velocidades, aceleraciones…), la masa o las fuerzas, etc. Ni siquiera dentro de lo abstracto es algo intuitivo, como lo puede ser el concepto de energía, aunque de hecho la definición más habitual de la «acción» es la diferencia entre dos tipos de energía acumulada a lo largo de un lapso de tiempo.

En uno de los vídeos mencionados Derek Müller, el conductor de Veritasium, pregunta al matemático Steven Strogatz si existe alguna forma intuitiva de pensar en el concepto de acción. Entonces Steven se la devuelve hábilmente respondiendo que está esperando con interés ver el vídeo en el que está participando para conocerla, ya que Derek suele ser muy hábil para encontrar ese tipo de explicaciones. Pero para mi frustración, el vídeo sigue y acaba sin que nada en él me lleve a exclamar el «¡ah, claro, eso es!» que esperaba.

Pero no es que sea imposible encontrar esa idea intuitiva de la acción. A mí al menos me parece bastante satisfactoria la comparación que hace un usuario del foro de física en Stack Exchange, con las conjunciones de sufrimiento y placer, o ejercicio y comida —especialmente esta segunda, que utiliza conceptos más asimilables a la energía—. Siguiendo esa forma de pensar, el concepto de acción en física podría expresarse metafóricamente como el balance de muchas otras parejas de conceptos, en el que uno suma y otro resta. Para que la metáfora funcione bien, lo único que hace falta es que esos dos conceptos:

  1. sean análogos pero opuestos
  2. que uno pueda transformarse en el otro, y
  3. que el primero denote algo productivo pero incómodo, y el segundo lo contrario.

Por poner un ejemplo más, podría hablarse de dinero en efectivo (con el que puedes comprar cosas, pero ocupa sitio y pueden robártelo) frente a los ahorros en el banco.

Toma una de esas parejas de conceptos, pon un objetivo que necesita del primero para alcanzarse (ejercicio, sufrimiento, dinero…) y un contexto en el que esas cosas se consiguen a expensas de las segundas (comida, placer, ahorros…). Cualquier persona buscaría la manera de hacer que, en todo momento durante la búsqueda de ese objetivo, el balance entre esas dos cosas fuese lo más positivo posible. Y lo que dicta el principio de mínima acción es que la naturaleza se comporta igual a la hora de «decidir» cómo un sistema físico pasa de un estado a otro (cuerpos que se desplazan, ondas que se propagan, sustancias que cambian su estructura molecular…): siempre evolucionará siguiendo el camino más provechoso. Solo que para la naturaleza, su esfuerzo o su cambio en efectivo que intentará escatimar toma la forma de «energía cinética», y la despensa de alimento o los ahorros que tratará de maximizar se miden como «energía potencial». Así, para conseguir ese camino más provechoso, hace un balance de esas dos formas de energía con signos opuestos a lo largo del tiempo, y escoge aquel en el que esa cantidad (a la que llamamos acción) es más pequeña.

Refracción de rayos de luz
Un ejemplo típico del principio de mínima acción: los ángulos en los que se refleja y refracta la luz, siguiendo la ley de Snell, son aquellos que forman caminos con menor acción para que la luz vaya de un punto a otro. Fuente: Wikimedia Commons.

Todo esto es, por supuesto, solo una de esas metáforas del discípulo de las que hablaba Lewis, y además una llena de defectos, porque para empezar la naturaleza no evalúa ni toma decisiones sobre sus posibles cursos como si fuera un ser pensante; o como mínimo esa no es la forma en la que se representa a la naturaleza en las ciencias físicas. Además, ni siquiera es cierto que los caminos tomados por los procesos físicos sean aquellos en los que la acción alcanza un mínimo absoluto; en realidad se trata más bien de un principio de estabilidad, de cantidades que quedan inalteradas ante pequeños cambios en el camino, aunque no hace falta detenerse en eso aquí. (Por contra, eso sí es algo que queda muy bien explicado en los vídeos de Veritasium.)

Acción contra intuición

Esto puede dar cuenta en parte de por qué es tan raro encontrar una explicación intuitiva del concepto de acción. Aunque afortunadamente en el mundo de la ciencia se valora mucho la divulgación, es inevitable que los especialistas sientan cierto recelo hacia las metáforas defectuosas, repletas de «peros», y que en el empeño de buscar una analogía mejor ninguna de las que se prueban llegue a calar. Al final, queda poco más que admitir que lo que se quiere explicar es algo abstracto, expresable solo en el lenguaje de las matemáticas, y no tanto en el de las experiencias cotidianas.

Pero también hay otra cosa que hace difícil dar una explicación satisfactoria para el sentido común. El principio de mínima acción se eleva orgulloso en el mundo de la Física como una ley superior a las de Newton, porque con un par de trucos matemáticos esas leyes se pueden derivar de aquel principio, y además este sirve para resolver una variedad mayor de problemas con menos complicaciones. Sin embargo hay un problema.

En su planteamiento más básico, el principio de mínima acción permite adivinar qué camino va a seguir un sistema, cuando se sabe a priori de dónde parte y a dónde va a llegar. Los ejemplos clásicos que se usan para ilustrarlo son un rayo de luz que se difracta o un proyectil que se dispara para llegar a un punto dado. ¿Pero cómo diablos se sabe a dónde tiene que llegar el rayo o el proyectil, para empezar? El principio físico no te lo dice; se asume como información de partida (de llegada, más bien), y punto.

Esto es muy diferente de lo que ocurre con las clásicas leyes de Newton, que no asumen nada sobre el futuro: lo que hacen es precisamente dictar cómo ese futuro se conforma poco a poco, progresivamente, a partir de la información de cada instante del pasado, tal como requiere nuestra forma natural de concebir el curso de la historia.

Incluso aunque uno se haga una idea cabal de lo que es la acción a partir de los conceptos abstractos de energía, sin metáforas que valgan, el principio matemático, la ecuación en la que se emplea, desafía nuestra noción causal del comportamiento del mundo. Pone las cosas al revés, con la información sobre el futuro como condición previa para calcular lo que ocurre en el presente. Esto recuerda a los fatídicos cuentos en los que un oráculo, bruja o vidente pronostica el desenlace antes de que se desencadene la historia, y con ello provoca la secuencia de acontecimientos que llevan a ese fin. Pero al menos en esos cuentos se presupone que la profecía viene de alguna conciencia superior, no como en el sobrio principio físico, para el que no hay voluntad ni director ajeno.

Esto no es, sin embargo, ningún impedimento para el éxito de ese principio. Desde hace ya un siglo los físicos han tenido que acostumbrarse a este tipo de paradojas y modelos que van en contra ya no solo del pensamiento causal, sino de toda intuición y percepción: partículas que son ondas, con posiciones y movimientos sin un valor exacto, estados distintos pero simultáneos, eventos que ocurren en un orden distinto según cómo se mueve quien los observa… Los modelos más exitosos del mundo físico han surgido en los últimos cien años siguiendo el lema de «calla y calcula», confiando en las matemáticas como el «lenguaje de Dios» y reprimiendo el afán de encontrar explicaciones que tengan sentido para el entendimiento común; lo importante es que funcionen, que sean consistentes con las cosas que se miden.

Esta desconexión entre lo que cuentan las ecuaciones de la física y la forma en la que experimentamos sus efectos produce una profunda insatisfacción. ¿Pero puede ser que esa insatisfacción sea como el deslumbramiento que produce el Sol a los cautivos de la caverna de Platón, cuando salen de su mundo de sombras a la realidad exterior? ¿O es solo el buen sentido común, gritando que hay algún fallo fundamental en todo ese aparato teórico, y pidiéndonos algo mejor? Difícil de saber, y un buen motivo para seguir preguntándonos y no dejar de imaginar nuevas respuestas.

La alegoría de la caverna de Platón, por 4edges. Fuente: Wikimedia Commons (CC BY-SA 4.0)

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