Ir al contenido principal

Los filólogos y los críticos

Libro acuchillado.

C. S. Lewis comentó una vez que su amistad con J. R. R. Tolkien le ayudó a desembarazarse de dos viejos prejucios. Lo dijo así en un conocido pasaje de sus memorias:

Al entrar por primera vez en el mundo me habían advertido (implícitamente) que no confiase nunca en un papista, y al entrar por primera vez en la Facultad (explícitamente) que no confiara nunca en un filólogo. Tolkien era ambas cosas.

En el libro en el que contaba esto, Cautivado por la alegría, Lewis relataba su vida centrándose en su periplo espiritual, así que es normal que cuando se cita ese pasaje, se suelan cargar las tintas sobre cómo abandonó aquel primer prejuicio contra los católicos. Pero como ya he comentado en el post anterior a este, personalmente encuentro más fascinantes las afinidades y rencillas entre Tolkien y Lewis en materia lingüística. Y a este respecto, su cambio de perspectiva respecto a la filología tiene más sustancia de lo que parece. Porque aunque siempre mantuvo una actitud socarrona hacia la especialidad de su amigo, Lewis se convirtió en uno de los más fieles aliados de Tolkien en la disparatada y enrevesada guerra que quiero relatar hoy, que ha enfrentado durante largos años a los filólogos y los críticos literarios —el gremio al que supuestamente tendría que haberse dedicado el propio Lewis—.

Una larga y extraña confrontación

Entiendo que esto suene raro; la idea de una guerra entre la filología y la crítica literaria debería parecer un sinsentido, habida cuenta de que una vez fueron lo mismo. De hecho la Real Academia Española define «filología» como la ciencia que estudia las culturas tal como se manifiestan en su lengua y en su literatura, principalmente a través de los textos escritos. ¿Y acaso no hay algo ahí de la labor del crítico literario? Por otro lado el prestigioso Oxford English Dictionary (OED) nos lo pone aún más claro, con la siguiente definición (traducida a nuestro idioma y con énfasis añadido) como primera acepción de la palabra philology:

Amor por el aprendizaje y la literatura; rama de conocimiento que trata de los aspectos históricos, lingüísticos, interpretativos y críticos de la literatura; erudición literaria o clásica. Hoy en día principalmente en los EE. UU.
A finales del siglo XIX este sentido general se había vuelto raro, pero fue revivido, principalmente en los Estados Unidos, a comienzos del siglo XX.

Esa misma antigua unión, sin embargo, tiene mucho que ver con la afrenta a la que me refiero, que es como la sufrida por un hijo díscolo o una pareja infeliz: a veces manifestada como una confrontación abierta, pero mucho más a menudo como una relación discretamente tensa, salpicada de sarcasmo.

La nota en letra pequeña de la definición del OED da la sensación de que hace tiempo que se dio un feliz reencuentro entre filología y crítica. Y también la filóloga Haruko Momma, autora del libro From Philology to English Studies, relata que desde finales del siglo XX la filología ha vivido una especie de renacimiento, después de varias décadas de marginación, en parte gracias a la reivindicación de los críticos literarios por un «retorno a la filología». Pero personalmente esa visión se me antoja una interpretación algo naíf de una historia algo más complicada, que merece ser contada.

Es difícil decir cuándo la crítica literaria comenzó a separarse de la filología. Algunos sostienen que fue con la invención de la imprenta, que hizo que proliferara de tal modo la cantidad de libros disponibles para leer, que incluso los más eruditos comenzaron a mirarlos no solo para estudiarlos y analizarlos, sino incluso antes de ponerse a ello, para juzgar si valía la pena dedicarles ese tiempo y atención.

Escrutinio del cura y el barbero de la biblioteca de don Quijote. Grabado en madera de la edición de 1741
Quizás uno de los primeros ejemplos de la crítica literaria de hoy fue el escrutinio de la biblioteca de Don Quijote por parte del cura y el barbero, que determinaron que la mejor forma de salvar la salud mental de don Alonso Quijano era quemar todos los libros de caballería menos el Amadís de Gaula y el Tirant lo Blanch. Fuente: Wikimedia Commons (CC BY-SA 4.0).

El divorcio se agravó en el siglo XIX, la época en la que, como anota la definición del OED, el sentido general de la palabra filología comenzó a convertirse en algo raro. Lo cierto es que parte de la culpa estuvo en los propios filólogos, que en muchos casos se dedicaron a examinar las palabras de los textos, sus raíces y sus sonidos, para descubrir nuevas leyes fonéticas y demás detalles que hablaran de la historia y el parentesco de las lenguas, olvidándose del contenido de los textos mismos. En un artículo anterior ya hablé del problema con el que lidiaron Tolkien y Lewis en la Facultad de Inglés de Oxford, debido a esa segregación entre los estudios de lengua y los de literatura. Aunque en realidad las cosas no eran tan malas en Oxford, si se comparan con la situación que se vivía en la Universidad de Cambridge, su eterna rival.

La «crítica práctica» de Cambridge

Para comprender el nivel de enfrentamiento entre filólogos y críticos que existía en Cambridge en la primera mitad del siglo XX, hay que pensar en el ambiente intelectual de aquella época, sobre todo tras la Gran Guerra, cuando se fundó la Facultad de Inglés en aquella universidad. Estamos hablando de los años álgidos del modernismo, de un cambio en la forma de ver el mundo y la humanidad que se alejaba del romanticismo del siglo anterior, y viraba hacia una visión más prosaica, objetiva y empirista de las cosas. Y en todo esto, Cambridge apostaba fuerte por tener un lugar destacado. Su Universidad era el centro de la modernidad en temas de filosofía y letras; era el lugar donde trabajaban gente como Bertrand Russell, George Moore o Ludwig Wittgenstein, que son los que han modelado la forma de hacer filosofía en la actualidad.

Recuerdo que cuando yo estudiaba filosofía en el instituto, comenzamos aprendiendo una teoría más relacionada con las matemáticas que con otra cosa: operaciones lógicas, silogismos, etc. con las que aprendíamos a diferenciar entre las conclusiones verdaderas y las falsas de una proposición lógica, a reconocer falacias, tautologías, etc. Para mí fue muy interesante descubrir, muchos años después, lo mucho que tiene que ver eso con aquella gente de Cambridge. Y es que aunque esos conceptos vienen de mucho más atrás, es a ellos a quienes debemos que la filosofía de hoy en día, al menos en la mentalidad que impera en el mundo occidental moderno, se fundamente en esos principios del positivismo lógico, y no tanto en cuestiones más cargadas de subjetividad, relacionadas con la moral, o religiosas.

Pero volviendo a la querella con los filólogos: la cuestión es que ese ambiente intelectual de Cambridge, que estaba más o menos presente en todas las materias de humanidades, también afectó a la forma en la que se creó su Facultad de Inglés. Sus exámenes, en vez de ser de «lengua y literatura», fueron bautizados como de exámenes de «vida, literatura y pensamiento» (Life, Literature and Thought); C. S. Lewis, con su habitual sarcasmo, la describió como «una escuela de instrucción de crítica literaria».

No es casual que el concepto de «lengua» ni siquiera apareciese en el título de esos planes de estudio; se puede decir sin exagerar que las principales personalidades de la Facultad de Inglés de Cambridge sencillamente detestaban la filología. De hecho, tal como cuenta Karina Williamson en un artículo que relata el papel de Lewis en aquella lucha, los fundadores de aquella Facultad consideraron que uno de sus triunfos fue liberarla del «enredo filológico» de los estudios lingüísticos históricos, y que la cátedra de anglosajón se desvinculase de la Facultad de Inglés, para adscribirse a la de Arqueología y Antropología.

Uno de los conflictos más conocidos de Lewis con aquellos profesores de literatura fue el que mantuvo con E. M. W. Tillyard, ya que su combate dialéctico acabó publicado en The Personal Heresy, una colección de ensayos que intercala los puntos de vista de ambos autores sobre el análisis y la crítica literaria. Sin embargo, aquella contienda se puede considerar un intercambio cortés y amigable, comparado con otros enfrentamientos de Lewis con otras figuras de Cambridge.

Portada de The Personal Heresy
Portada de The Personal Heresy (reimpresión de 1965)

Posiblemente, el principal adversario de Lewis fue I. A. Richards, al que dedicó algunos de sus ataques más sarcásticos, sobre todo a cuenta del método de «crítica práctica» promovido y popularizado por este y sus seguidores —entre los que destaca su alumno William Empson—. Esa crítica práctica, también conocida como «nueva crítica», se basaba en lo que se llama el close reading, y podría resumirse (de forma burda) en las siguientes máximas: mira el texto y analízalo en sí mismo; olvídate de quién es el autor, sus circunstancias personales, cuándo lo escribió, o en qué estaba pensando; lo que importa es lo que dicen las palabras, y concretamente lo que dicen ellas, ni siquiera lo que te dicen a ti. Una forma de crítica fría y objetiva, que mantiene las emociones al margen, acorde con esa filosofía moderna y positivista que comentaba antes.

Lewis detestaba esa forma de analizar los textos como si fueran fórmulas algebraicas, así como la valoración de la «buena» y «mala» literatura que se derivaba de ese método; y lo dejó bien claro allá donde tuvo ocasión de manifestarlo. Hasta escribió su propio libro al respecto: An Experiment in Criticism (publicado en español como La experiencia de leer), un breve y curioso tratado en el que Lewis reflexionaba sobre cómo se debe plantear la crítica literaria, partiendo de un punto de vista radicalmente opuesto al de Richards.

An Experiment in Criticism es la reacción de Lewis más obvia contra la escuela de críticos de I. A. Richards, William Empson y compañía, pero ni mucho menos es la única, aunque en otros casos se sirviese de veladas referencias cargadas de un sutil cinismo, y necesitaría un artículo aparte para hablar de ello con propiedad (algo que es muy posible que haga próximamente). Entre ellas, tengo mis motivos para incluir Studies in Words, el libro más filológico de C. S. Lewis, que a su vez es una respuesta obvia a The Structure of Complex Words de Empson, pero también responde de forma indirecta a la obra más «antifilológica» (¿misológica?) de Richards: The Meaning of Meaning.

The Meaning of Meaning y The Structure of Complex Words vs. Studies in Words
Antiguas ediciones de los libros rivales: The Meaning of Meaning de I. A. Richards (1923) y The Structure of Complex Words de W. Empson (1951) vs. Studies in Words de C. S. Lewis (1960). Fuente: Iberlibro

En este último Richards (junto a su compañero C. K. Odgen) construía sus teorías más amplias sobre el lenguaje, que lo despojaban todo lo posible de cualquier cosa que hubiera podido parecer interesante a los filólogos, que hasta entonces habían sido los maestros en la materia. A tal punto llegaba la inquina de Richards al gremio de Tolkien, que no podía ocultar su decepción por que el gran Ferdinand de Saussure, que sentó las bases de la forma de estudiar el lenguaje que él promovía, tuviese un pasado como filólogo:

Cuán grande es la tiranía del lenguaje sobre los que se proponen indagar en su funcionamiento se muestra bien en las especulaciones del fallecido F. de Saussure, un escritor posiblemente considerado por una mayoría de estudiantes franceses y suizos como el primero que ha tratado la lingüística con una base científica. Este autor comienza por preguntarse: «¿Cuál es el objeto a la vez integral y concreto de la lingüística?». Pero no se pregunta si acaso existe uno, sino que obedece ciegamente el impulso primitivo de inferir a partir de una palabra el objeto que representa, y se dispone determinado a encontrarlo. (…)

Como filólogo con un desorbitado respeto por las convenciones lingüísticas, de Saussure no pudo resistirse a manipular lo que él imaginaba que era un significado fijo, una parte de la langue. Este respeto escrupuloso por los usos falsamente «aceptados» de las palabras es un rasgo frecuente de los filólogos.

Ogden y Richards, The Meaning of Meaning, pp. 4‒6.

Lo irónico es que de Saussure ha llegado a ser uno de los principales protagonistas de la lingüística en el siglo XX (al contrario que Richards, ya bastante olvidado), pero no precisamente por su pasado filológico, sino por su legado en el estudio más abstracto de la lingüística; un legado que, además, conecta de forma indirecta con el tipo de crítica literaria que planteaba Richards, cerrando así el círculo… O más bien ampliando la espiral, porque como vamos a ver, daría pie a un capítulo más (el más disparatado, a mi juicio) de este enredo entre filólogos y críticos.

El «retorno a la filología» de los postestructuralistas

Para relatar ese capítulo hay que empezar recordando que a Ferdinand de Saussure se le honra sobre todo por ser el «padre» del estructuralismo, que en su concepto más amplio es algo que va mucho más allá del estudio del lenguaje. El estructuralismo es un método, una forma general de plantear el estudio de cosas complejas y muy variadas, que consiste en definir conjuntos de conceptos más sencillos que formen parte de ese algo más grande, y explicar el sistema completo como una estructura de relaciones entre esos conceptos, que siguen ciertos patrones. En el caso del lenguaje, podríamos ir de nuevo a esas definiciones que nos enseñaban en la escuela, de la comunicación como un sistema en el que están el emisor, el receptor, un canal, el mensaje formado por referencias y referentes, etc.

Esa metodología triunfó tanto que a mediados del siglo XX comenzó a aplicarse a muchas otras cosas aparte del lenguaje: a la antropología, la sociología, y cómo no, a la literatura. Al fin y al cabo, era una herramienta muy adecuada para ese tipo de crítica literaria que buscaba analizar las obras de forma objetiva, científica, como pusieron de moda aquellos nuevos críticos. Y de la aplicación de ese método a la crítica vienen, por ejemplo, ideas tan famosas como la del monomito de Joseph Cambpell, que establece un patrón común en todas las grandes historias como un «viaje del héroe» en el que aparecen de forma sistemática los mismos arquetipos y situaciones. Y aunque la clasificación de las obras en diversos géneros literarios es algo mucho más antiguo, las categorías que más se usan hoy en día también deben mucho a las propuestas de estructuralistas como Northrop Frye.

Esquema del periplo del héroe
«El periplo del héroe» según el modelo de Joseph Campbell. Fuente: Wikimedia Commons.

Entonces cuando ya Lewis, Tolkien, Richards y demás habían desaparecido de la escena, vinieron los postestructuralistas.

Solo por el nombre ya se puede anticipar que el postestructuralismo es un asunto enrevesado. De hecho, tengo que confesar que el nivel de enmarañamiento de los textos de los principales autores postestructuralistas supera mi paciencia. Así que aunque lo he intentado honestamente, no he leído mucho de primera mano de ellos, y la mayor parte de lo que conozco de su filosofía viene de fuentes secundarias. Entre otras, por cierto, tengo que hacer una mención especial del vídeo que sigue, en el que Noam Chomsky presenta algunas reflexiones muy clarificadoras sobre los postestructuralistas, como su observación de que nadie puede entender ni una palabra de lo que dicen.

Una clave para entender aunque sea una parte del postestructuralismo es que casi siempre que un movimiento intelectual se bautiza como «post-algo» significa que sus participantes llevan los principios del movimiento anterior hasta unos límites tales que el resultado no es solo distinto de aquel «algo», sino incluso fundamentalmente opuesto —lo que dicho sea de paso, para mí es una evidencia maravillosa de que tanto el movimiento pre- como el post- se basan en principios no muy robustos—.

Desde esta perspectiva se comprende que una idea fundamental de los postestructuralistas era que los conceptos básicos de los modelos estructuralistas, los significados de las cosas, los referentes, etc. no son fijos. Por ejemplo, como el contexto de un mensaje, con su emisor, receptor, canal, etc. es parte de la estructura de ese mensaje, y ese contexto incluye incluso el momento en el que se dice una palabra, los postestructuralistas sostenían que cada vez que se enuncia o se escucha la misma palabra, la misma frase, esta puede tener un sentido distinto; así que las cosas no tienen ningún significado universal, ni de forma objetiva ni subjetiva. Y por supuesto, con las obras literarias este relativismo alcanza su máximo nivel. De hecho hay un aforismo que he leído atribuido a varios autores postestructuralistas, que dice: reading is misreading (leer es «leer mal», malinterpretar), aunque no he sido capaz de averiguar quién lo diría primero.

Otra cosa que caracteriza al movimiento postestructuralista, y que aunque parezca extraño también juega su papel en esta historia sobre la filología, es que trascendió mucho más allá del terreno de la filosofía y la literatura, y saltó con fuerza al ámbito político, como se puede apreciar en el contenido del vídeo anterior. El origen del postestructuralismo, o al menos su máximo exponente, se asocia a autores franceses como Michel Foucault y Jacques Derrida, y en consecuencia también al auge de los movimientos izquierdistas que se extendieron desde Francia en las décadas de 1960 y 1970, con eventos tan significativos como las revueltas sociales de Mayo del 68.

Michel Foucault y Jacques Derrida
Retratos de Michel Foucault (izquierda, por Arturo Espinosa) y Jacques Derrida (derecha, por Pablo Secca). Fuente: Wikimedia Commons

Y es en ese contexto en el que el polémico crítico belga Paul de Man escribió, en los años 80 del siglo pasado, uno de los ensayos más emblemáticos del movimiento (uno de los que, en este caso sí, he leído enteros), bajo el título «The Return to Philology».

Aquel artículo era, básicamente, una reivindicación de lo que de Man llamaba «la teoría», que era esa forma de hacer crítica de los postestructuralistas en el ámbito literario. Era una protesta sarcástica hacia quienes se escandalizaban por los planteamientos de Foucault o Derrida, dirigida a quienes los tildaban de marxistas y nihilistas, y de una amenaza para el orden social americano venida desde la izquierda radical de Francia. En él, de Man se preguntaba si los que tanto se indignaban acaso no sentían simplemente un vértigo insoportable ante la relatividad de sus ideas, miedo a que las cosas que leían y en las que pensaban no significasen necesariamente lo que creían.

Y entonces recomendaba, comparándola con el examen filológico de los textos, la aplicación rigurosa de la crítica práctica que había formulado I. A. Richards en Cambridge más de medio siglo antes: el close reading, analizar el texto en sí mismo, sin la interferencia que pueda introducir su lectura desde un contexto u otro:

Los motivos pueden haber sido más revolucionarios, y la terminología ciertamente más intimidante. Pero en la práctica, el giro hacia la teoría ha tenido lugar como un retorno a la filología, a un examen de la estructura del lenguaje previo al significado que produce.

Paul De Man, «The Return to Philology»

Respecto a qué interés se puede sacar de analizar un texto de ese modo, según sus palabras «restringiendo la atención al material que se tiene delante, y concentrándose en la manera en que se comunica el significado, más que el significado en sí mismo», solo lo puedo concebir a la hora de leer un haiku o algo semejante —o bien haciendo referencia a la anterior cita de Chomsky—. Pero en lo que me interesa llamar la atención, dejando a parte esas cuestiones más de fondo, es en el hecho de que, entre las muchas formas que podía haber elegido para dar nombre a esa forma de analizar los textos, escogiese llamarla filología.

Claramente, no se debía a la creencia honesta de que los filólogos se dedicasen a analizar los textos de esa manera. Era más bien una provocación, un recurso retórico que aprovechaba precisamente la oposición de esa crítica práctica hacia la filología tradicional. Era como decir: «mirad todos los que pensáis que los críticos de “la teoría” hacemos algo subversivo: ¡si lo que proponemos es solo volver a la filología de toda la vida…!». Pero independientemente de la intención con la que inicialmente de Man hablase de ese «retorno a la filología», la frase caló, y ha sido usada y reusada en el contexto de la crítica literaria, más como un meme que como algo con sustancia.

Keep Calm and Return to Philology

Interpretar el eco que recibió el artículo de Paul de Man como parte de un renacimiento de la filología es una forma optimista de verlo; cierto es que a veces la víctima de un revés puede sacar provecho del mismo, si se toma con humor y resiliencia. Tal como dije en el epílogo de Palabras con sentido, a propósito de esta historia, si Tolkien y Lewis hubiesen viajado de forma mágica a nuestra época para ver el estado en el que se encuentra la filología, seguramente se habrían llevado algunas sorpresas; pero con todo…

no sé si los viejos profesores de Oxford se habrían afligido al descubrir los retorcidos vaivenes que ha sufrido la venerable disciplina, o si más bien les habría divertido pensar en la cara que iban a poner I. A. Richards y sus colegas, cuando al volver de su viaje en el tiempo les contaran que los herederos de los críticos a los que instruían iban a ser los filólogos del futuro.

Comentarios