Mucha gente se sorprende cuando digo que no me suelen interesar los libros que se escriben sobre C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien. Reconozco que parece una desfachatez decir algo así, después de haber escrito yo mismo uno de la misma temática. Pero prometo que tiene una explicación.
Empezaré aclarando lo obvio: mi actitud hacia los dos autores dista bastante de ser ecuánime. No soy de los que dudarían ante la pregunta de cuál de los dos prefiero. Me encanta Tolkien. Me fascinó su obra de ficción desde el primer contacto, y la búsqueda de «más Tolkien» me llevó en su momento a indagar en otras facetas del autor, y también en su vida y en muchas otras cosas relacionadas con él.
En esto, hay que decirlo, no soy demasiado original. Existe un ferviente fandom tolkieniano que no ha menguado desde hace más de medio siglo; en España hay una Sociedad Tolkien con más de tres décadas de historia y un millar de socios, que replica la devoción hacia el creador de la Tierra Media que se vive en muchos otros países del mundo. A estas alturas se puede asegurar, además, que el interés que despierta Tolkien no es una moda pasajera; trasciende generaciones gracias a que cambia con ellas, como ocurre con los grandes clásicos: fue una bandera del movimiento hippy, la gran inspiración de los juegos de rol en su época dorada, y la vara de medir de toda la «fantasía épica» desde que se publicó El Señor de los Anillos, primero en la literatura y hoy también en el cine.
Lewis tiene mucho en común con Tolkien. Por supuesto, las historias de sus vidas están entrelazadas; pero más allá de lo biográfico, ambos comparten el reconocimiento como dos de los grandes escritores de fantasía del siglo XX. El león, la bruja y el armario a menudo aparece entre las novelas favoritas y más recomendadas, muy cerca de El hobbit o El Señor de los Anillos, en las encuestas que de vez en cuando hacen librerías, medios de comunicación y otras instituciones inglesas o americanas. Los lectores de Lewis también suman un número lo bastante grande y apasionado como para formar sus propias asociaciones en los países angloparlantes (curiosamente más en Estados Unidos que en Europa). Sin embargo, Lewis está lejos de generar el interés universal de Tolkien.
Puede ser una interpretación sesgada por tratarse de mi propio caso, pero de hecho, sospecho que bastantes lectores de Lewis habrán llegado a él gracias a Tolkien, a raíz de saber sobre la amistad que les unía, sus intereses literarios compartidos, y lo importante que fue el apoyo de Lewis para la escritura de El Señor de los Anillos. Y satisfecha la curiosidad, para muchas de esas personas Lewis habrá quedado como una anécdota pasajera de sus lecturas, mientras otros hemos descubierto algo nuevo y de interés en él. Aunque en esto, al contrario que en lo primero, intuyo que mis motivos son distintos de los de la mayoría.
El apologista cristiano
Hasta aquí he estado hablado solo de Lewis como escritor de ficción. Pero otra faceta suya muy prominente era la de apologista cristiano —hasta el punto que su página de Wikipedia en español le pone esa etiqueta antes incluso que la de medievalista o escritor—. Antes de escribir las Crónicas de Narnia, Lewis ya se había hecho famoso dando charlas en la radio y escribiendo ensayos y alegorías sobre el cristianismo; también sus novelas de ficción están impregnadas, en mayor o menor medida, de referencias cristianas. Y en esa faceta no era solo un autor más: si antes mencionaba que su primera novela narniana aparece a menudo entre las favoritas de las encuestas populares, lo que se puede afirmar a todas luces es que el nombre de C. S. Lewis suele ocupar uno de los primeros puestos —y la mayoría de veces el primero— en casi todas las listas de los principales escritores cristianos de los tiempos modernos, allá donde se mire.
Hay dos motivos principales por los que Lewis tiene ese perfil de paladín moderno del cristianismo. Uno es que era un hombre brillante a la hora de expresar las ideas en palabras, con una formación filosófica formidable que abarcaba desde Platón hasta Russell, una visión muy sagaz de los problemas del mundo contemporáneo, y ningún temor a exponerse frente a sus rivales intelectuales. El otro es que el mensaje de su obra está encarnado en su propia historia personal, en la que pasó de recalcitrante ateo a devoto cristiano. Y es que como dijo una vez su amigo Tolkien —aunque en aquella ocasión no hablaba de Lewis, ni siquiera de religión, más que metafóricamente—: «En una empresa misionera un pagano converso puede resultar un buen objeto de exhibición.»
El problema de los apologistas es que suelen generar rechazo. Sus argumentos son recibidos con gran aplauso cuando predican al coro, pero quienes no creen en ellos de antemano no suelen acogerlos con entusiamo. Por eso Lewis, independientemente de la calidad de su obra, no puede aspirar a la universalidad de la que sí goza Tolkien.
Y esto no es porque Tolkien fuese menos religioso que Lewis. Al contrario, el creador de la Tierra Media era un fiel católico apostólico romano desde la infancia, y en distintas ocasiones admitió que eso podía ser reconocido en su obra, pero recelaba de exhibirlo. Una buena muestra de esa actitud está en la carta que escribió a una entusiasta lectora en 1958:
Desde el punto de vista teológico (si el término no resulta demasiado grandilocuente), imagino que el cuadro no se aleja demasiado de lo que algunos (incluido yo) consideran la verdad. Pero como he escrito deliberadamente un cuento, que aunque está construido sobre o a partir de ciertas ideas «religiosas», no es una alegoría de ellas (ni de ninguna otra cosa), no las menciona abiertamente, ni mucho menos las predica, no me alejaré ahora de esa actitud para aventurarme en disquisiciones telógicas para las que no estoy preparado.
Cartas de J. R. R. Tolkien, nº 211.
Usando la misma metáfora de la que se sirvió Tolkien en su ensayo Sobre los cuentos de hadas, podría decirse que sus ideas religiosas están en los «huesos de buey» empleados para cocinar la «sopa» del cuento, pero de tal modo que todo lector, incluso el que siente aversión hacia lo que huele a religiosidad, puede disfrutar del sabor de la sopa sin taparse la nariz. Cada persona, cualquiera que sea su cultura, credo o sensibilidad, puede hacer suyos los valores humanos y morales de la historia sin tener que etiquetarlos como parte de un culto determinado.
El propio Tolkien sembró conscientemente esa universalidad. También protestó cuando los críticos de la época destacaron su obra como una alegoría de los conflictos y preocupaciones del tiempo que se vivía (en aquel entonces la reciente Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias), asegurándose de que a partir de la segunda edición de El Señor de los Anillos, todos los lectores que se detuviesen a leer el prefacio supiesen cómo repudiaba la idea de darle una motivación tan estrecha a su creación. Aquella defensa que hizo Tolkien de la «aplicabilidad» frente a la alegoría sedujo y aún hoy atrae y une a fans de muy distintas épocas, culturas y formas de pensar, a veces incluso opuestas a las suyas.
El problema de la Lewisiana
Aquí vuelvo a la cuestión con la que empezaba: ¿por qué digo que no me gustan los libros sobre Lewis y Tolkien? Más bien debería decir que no me gustan los libros que hablan sobre Lewis en general, aunque admito que puede ser un juicio con insuficiente base. En este punto viene al pelo aquello que dijo Tolkien en su famosa conferencia sobre el poema anglosajón Beowulf:
Desde luego, he leído Beowulf, como lo han hecho la mayoría (aunque no todos) de los que lo han criticado. Pero me temo que, indigno sucesor y beneficiario de Joseph Bosworth, no he sido un hombre tan diligente en mi especialidad como para acercarme debidamente a la lectura de cuanto se ha publicado sobre este poema o hacía referencia a él. Pero creo que he leído lo bastante como para aventurar la opinión de que la Beowulfiana es, aunque rica en muchos aspectos, especialmente pobre en uno. Es pobre en cuanto a la crítica, una crítica que está dirigida a la comprensión de un poema en cuanto que poema.
J. R. R. Tolkien. Beowulf: los monstruos y los Críticos
Más o menos eso es lo mismo que me ocurre con la literatura sobre C. S. Lewis, aunque de lo que yo me quejo no es de que sea pobre en un aspecto particular, sino de que se centra en solo uno: el de la defensa y reivindicación del cristianismo, como si fuese el tema principal de toda su obra. Y lo mismo pasa cuando se habla no solo de él, sino de los Inklings en general, lo que suele implicar sobre todo a Tolkien.
Puede que el propio Tolkien también se hubiese quejado. De hecho en vida lo hizo ante la mera idea de publicar artículos, ensayos y libros especulando sobre sus ideas religiosas. A mediados de los 1960, la editorial americana Wm. B. Eerdmans centró su atención en los Inklings como materia para su serie de libros sobre «Escritores contemporáneos en perspectiva cristiana», que comenzó con uno sobre el difunto Charles Williams. Su siguiente protagonista iba a ser J. R. R. Tolkien, en un texto que iba a escribir su amigo y gran admirador, el poeta W. H. Auden; pero cuando Auden se lo comentó a Tolkien, este le respondió amargamente:
Lamento mucho oir que has sido contratado para escribir un libro sobre mí. Recibo la noticia con intensa desaprobación. Considero que tales cosas son impertinencias prematuras, y a no ser que se lleven a cabo por parte de amigos íntimos, o consultando al sujeto (para lo cual actualmente no tengo tiempo), no creo que sean lo bastante útiles como para justificar el disgusto y la irritación que acarrean a la víctima. En todo caso me gustaría que cualquier libro pudiese esperar a que termine el Silmarillion. Sufro interrupciones constantemente, pero nada interfiere más que el presente alboroto sobre «mí» y mi historia.
J. R. R. Tolkien en una carta a la Editorial Eerdmans (9 de marzo de 1966)
Claro está que la aprobación de Tolkien a cualquier cosa escrita sobre él o basada en su obra era algo difícil de conseguir, a juzgar por las cartas escritas a su editor que se pueden leer (y cuya publicación, por cierto, seguro que también habría desaprobado). Gran parte de lo que sabemos de él y de su obra lo conocemos porque él no está, y algunos de los motivos de su rechazo ya no tienen razón de ser. Ya no hay «víctima» a la que disgustar o irritar; y su obra, si no completa, ya está finalizada, y solo otras manos pueden aportar algo más a la misma. Entre sus motivos para recelar de los trabajos exegéticos, el principal que aún se puede considerar vigente (más allá del gusto personal, y asumiendo que son trabajos serios y correctos), es que pueden sesgar la forma en la que se lee su obra.
Por otro lado hay buenos motivos para hablar conjuntamente de las ideas religiosas de Lewis y Tolkien. J. R. R. Tolkien no solo era, después del propio Lewis y su hermano, el miembro más habitual y uno de los principales del club de los Inklings, sino también un personaje clave en la historia de su periplo religioso. El mismo C. S. Lewis contaba que uno de los hitos que marcaron su conversión fue una discusión sobre la verdad, los mitos y la historia de Cristo que mantuvo con Tolkien y Hugo Dyson, otro compañero de los Inklings, el 19 de septiembre de 1931 durante un paseo por la arboleda del Magdalen College. Esa misma conversación parece que fue la que inspiró a Tolkien a escribir su poema Mitopoeia, que representa un diálogo entre filomito (el amante de los mitos) y misomito (al que no le gustan los mitos), supuestamente las posturas desde las que partió aquella discusión entre Tolkien y Lewis, respectivamente. Del papel de Dyson en la conversación no se dice mucho, en parte porque ninguno de los participantes dio detalles al respecto, pero también porque a nadie le importa, hasta el punto de omitirlo en las recreaciones que se hacen de aquella anécdota en el cine. Al fin y al cabo no hay mucha gente a la que hoy le suene el nombre de Hugo Dyson, si no es por su vinculación con los Inklings. Tolkien es mucho más popular, y sirve mejor para atraer el interés sobre aquella anécdota.
Asimismo, las numerosas reflexiones que C. S. Lewis dejó por escrito en ensayos y libros resultan muy útiles para iluminar una visión religiosa que tenía bastantes cosas en común con la de su amigo Tolkien —aunque también diferencias notables, como explica Eric Seddon en un artículo de Mythlore sobre la «crisis de amistad» entre Lewis y Tolkien—. Tolkien, ya lo hemos visto, era reticente a hablar públicamente sobre temas teológicos; casi todo lo que se puede decir al respecto viene de cartas privadas, a excepción del mencionado poema Mitopoeia y del ensayo Sobre los cuentos de hadas», especialmente en el epílogo que le añadió cuando se republicó en 1947, en una antología de homenaje a Charles Williams. Así pues, la perspectiva complementaria de su elocuente amigo tiene motivos para ser bienvenida por la gente que desea indagar más en esa faceta del creador de la Tierra Media.
El problema de ese recurso es que implica el riesgo de lewisizar a Tolkien, distorsionando en cierta medida sus ideas al respecto. Y también las ideas de Lewis quedan, si no distorsionadas, al menos sesgadas. Él no tenía los mismos reparos que su amigo a la hora de introducir elementos cristianos obvios en su ficción, y exhibía abiertamente sus convicciones religiosas ante el mundo, pero la aclamación que se hace de esa faceta suya desafortunadamente eclipsa todas las demás.
C. S. Lewis era un intelecto brillante y sagaz, y un competente escritor, que sabía y quería hablar de muchos asuntos, no solo sobre Jesucristo. Tiene múltiples cosas escritas sobre el lenguaje, sobre los significados que pone la mente lingüística en el discurso y la poesía, sobre el pensamiento en general, y la existencia misma. Cosas magníficas, fascinantes de leer, incluso por el que no tiene interés por —o aun rechaza— sus convicciones religiosas. Es más, al leer directamente lo que él escribió se pueden encontrar algunas ideas sorprendentes, que desmontan ciertos prejuicios generados por lo que suele decirse de él.
Como ejemplo, a mí me sorprendió descubrir su verdadera y completa perspectiva acerca de las alegorías, que contrasta mucho con la visión popular que se tiene al respecto. Es habitual contraponer las actitudes de Lewis y Tolkien hacia las alegorías como si de dos extremos opuestos se tratase: uno al que le encantaban y las usaba alegremente allá donde resultara oportuno (se habla mucho del león Aslan como alegoría de Cristo en Narnia), y otro que la «detestaba cordialmente en todas sus manifestaciones», tal como dijo en el prefacio a la segunda edición de El Señor de los Anillos. Pero eso es solo un relato muy simplificado y lleno de inexactitudes, de cómo estos dos autores veían y utilizaban realmente ese recurso literario. La realidad es que existía una gran afinidad entre las ideas de los dos, sobre el lugar que ocupan las alegorías en el mundo de la poesía, los cuentos, los mitos y el lenguaje en general; y Lewis, con su expresivo estilo, resulta en ciertos puntos más iluminador que su amigo a la hora de explicar esas ideas.
El asunto de las alegorías es solo uno; hay más temas en los que lo que escribió Lewis resulta un magnífico complemento a las ideas de Tolkien, por la afinidad general y el contraste de los detalles: las relaciones de la mitología con la realidad, entre el lenguaje y la mente innata… En el libro Palabras con sentido aparecen desarrollados varios de esos temas, en los que se ha marginado deliberadamente el componente religioso cuando lo hay en los textos originales. Reconozco en ello un empeño por volver las tornas, y tolkienizar a Lewis hasta cierto punto, es decir enfatizar los aspectos de su obra que más relación tienen con los intereses de Tolkien, con quien sin duda discutió sobre todo aquello en sus numerosos y largos encuentros, aunque en el corpus de todo lo que escribió Lewis (y sobre todo lo que se ha escrito sobre él) tengan una presencia menor.
No puedo negar, por tanto, que en este libro en particular C. S. Lewis está puesto al servicio de J. R. R. Tolkien, lo que pone de manifiesto las preferencias del autor. Parte del propósito es ayudar a entender mejor algunas de las cosas que podía pensar Tolkien sobre el lenguaje, sirviéndome de un Lewis que era más elocuente y directo, con un excelente dominio de la filosofía, y que tenía mayor facilidad que Tolkien para explicar ideas complicadas. Pero también hay, en favor del propio Lewis, una intención de acercarlo a más lectores, algunos que quizás han sentido pereza de aproximarse por lo que ha podido leer hasta ahora sobre él. Si ese es el caso, lo que a mí me ha servido para disfrutarlo es dejar de leer lo que otros han dicho, y empezar a leerlo a él.
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