En el pasado post sobre inteligencia artificial comenté, así como por casualidad, un pasaje de C. S. Lewis en el que me inspiré para intentar trollear al ChatGPT. Pero no es casual en absoluto que en la misma novela se encuentre, muy cerca del lugar que acogía esa escena, una inquietante forma de verdadera tecnología parlante.
La Cabeza de Alcasan
En Esa horrible fortaleza, el tercer libro de la «Trilogía Cósmica» de Lewis, el Instituto Nacional de Experimentos Coordinados (irónicamente abreviado como NICE en inglés) mantenía en secreto su más importante y espeluznante experimento: el protototipo de un nuevo tipo de humanidad, de pura inteligencia, «el primero de los hombres nuevos», según declaraba su creador. Pero ese «primer borrador del verdadero Dios» no era otra cosa que la cabeza guillotinada del parricida François Alcasan, reanimada a través de unos tubos que le proporcionaban los fluidos y la fuerza motriz requerida; una vida, si es que se le puede llamar así, bastante lamentable, aunque los dementes líderes del NICE se encontraban muy felices con el resultado. Por otro lado, la capacidad de hablar y la dictadora inteligencia de la Cabeza (the Head en inglés, otro cínico juego de palabras), no se explicaba por ningún argumento biológico o tecnológico, sino fundamentalmente mágico, con un fondo moral.
La Cabeza no hablaba en virtud de un «aprendizaje» como el que comenté de los trolls de Tolkien en aquel otro artículo, aunque la fuente de la inteligencia que la hacía hablar era igualmente diabólica. En este caso era el espíritu «torcido» de Thulcandra, la Tierra, «el planeta silencioso» cuyos habitantes carecemos del lenguaje primordial que, en un mundo no caído, nos habría permitido comunicarnos de forma directa y armoniosa entre nosotros y con los astros. A través de ese espantoso ingenio del NICE, el torcido espíritu podía establecer esa comunicación que le había sido vetada, y así extender su dominio sobre la humanidad. Es por eso que la maldición que traba las lenguas de los altos cargos del NICE, la que me inspiró para mis travesuras con ChatGPT, da un tinte irónico a la debacle que desencadena.
La truculenta Cabeza parlante de Alcasan, animada por una combinación de tecnología y fuerza demoníaca, es para mí la segunda imagen más poderosa de la novela. (La primera me la reservo, quizás para otra ocasión.) Cuando leí el libro por primera vez pensé que la profunda impresión que me causó esa imagen se debía a la sordidez de su descripción, tan extraña en un relato de Lewis:
Creía que el rostro era una máscara atada a una especie de globo. Pero no lo era exactamente. Tal vez se pareciera un poco a un hombre llevando una especie de turbante… Me expreso horriblemente mal. En realidad era una cabeza (el resto de una cabeza) a la que le habían quitado la parte superior del cráneo y después… después… como si algo hubiera hervido y desbordado en su interior. (…)
Bueno, súbitamente, como cuando arranca un motor, le brotó un soplo de aire de la boca, con un áspero y seco sonido raspante. Después otro y se estabilizó en una especie de ritmo, juff, juff, juff, que parecía imitar la respiración. Después ocurrió algo horrible. La boca empezó a babear.
Más adelante, sin embargo, me di cuenta de que había algo más profundo en el tipo de impresión que me provocaba esa descripción, más allá de lo (anti)estético. Algo que evoca ideas e imágenes más antiguas, como de cuento que estaba ahí esperando a ser contado y rescatado del olvido.
La Cabeza del Sarraceno
Supongo que hay mucha más gente que se siente impresionada o fascinada por esa imagen, ya que es uno de los iconos de la novela, y hasta protagoniza su portada en algunas ediciones, como la mostrada arriba. Y precisamente al ver esa portada, no hace mucho, algunas piezas encajaron y pensé haber encontrado la clave: ¡Zoltar! ¡La efigie del mago del turbante de la película de Big!
Recuerdo cómo, cada una de las múltiples veces que vi esa película de pequeño, me sentía fascinado, con cierto punto de sobrecogimiento, por aquella boca que se movía amenazante mientras los ojos le brillaban como ascuas, animada por una magia secreta y poderosa. Tenía que tratarse de eso: sin saberlo la descripción de la Cabeza, dirigida por una voluntad diabólicamente mágica, conectaba con aquel recuerdo menos tétrico, probablemente gracias a detalles como el movimiento mecánico de la boca, la barba o la comparación con un turbante de su envoltura cerebral. El título que dio Lewis al capítulo que la describe, «La cabeza del sarraceno», sin duda también contribuyó a hacer esa conexión mental con la cabeza de aquel autómata de feria.
Y lo más seguro es que, efectivamente, sea así. Una película como Big tiene muchos puntos para crear ese tipo de anclajes en mi imaginación. Pero esto tampoco significa que no haya algo más. De hecho aquel título del capítulo, además de estimular ese vínculo con recuerdos cinematográficos de la infancia, contiene en sí mismo un enigma que invita a buscar ese «algo más». ¿Por qué «La cabeza del sarraceno»? François Alcasan parecía ser de ascendencia árabe, según se insinúa en la novela, ¿pero qué sentido tiene usar ese apelativo ya obsoleto para los musulmanes de Arabia?
Naturalmente, se trata de un juego de palabras. Saracen’s Head es un nombre popular que se encuentra en muchos lugares del Reino Unido, especialmente en tabernas, restaurantes y lugares de hospedaje, según se reporta desde los tiempos de las Cruzadas. El peso de la tradición ha facilitado la pervivencia de este nombre, a pesar de que hoy suene políticamente incorrecto, como ocurre en nuestro idioma con la expresión «cabeza de turco» —que tiene el mismo sentido, y en su forma inglesa (Turk’s head) también da nombre a unos cuantos locales del país—.
En un barrio de Londres había un Saracen’s Head muy conocido, una antigua posada que fue inmortalizada por Charles Dickens en La vida y aventuras de Nicholas Nickleby, aunque se demolió en 1868. Pero C. S. Lewis tuvo también múltiples oportunidades de conocer otros locales con el mismo nombre, pues era un buen conocedor de la geografía inglesa, y especialmente de sus posadas y tabernas. Todos los años emprendía al menos una excursión con su hermano y algún que otro amigo visitando distintas regiones, en las que uno de los principales puntos de interés era conocer la restauración y hospedería de los lugares, para relajarse tras largas caminatas.
Es probable que Lewis encontrase divertida la conexión entre la truculenta imagen de la Cabeza de su novela, con su cerebro desbordado, y la evocada por el nombre de Saracen’s Head, normalmente ilustrado como un hombre con turbante, y que históricamente lleva una referencia implícita a una testa decapitada (aunque por motivos obvios, los carteles no muestran esa imagen tan macabra). Pero es también probable que en la propia cabeza de Lewis se estableciese otra conexión con un tipo distinto de cabeza, que bien pudo servir de inspiración directa para la creada por el NICE.
La Cabeza de Bronce
Conflictos militares y religiosos aparte, la expansión del Imperio Árabe aportó muchas cosas a la Europa de la Edad Media. Lo más conocido de la cultura árabe medieval es su arquitectura, arte y literatura, pero igual de importantes fueron sus contribuciones a la ciencia y la tecnología, aunque se recibieran con cierto recelo. En una Europa culturalmente dominada por la Iglesia cristiana, a menudo se sospechaba de la impiedad de los conocimientos de procedencia islámica, cuando no se tachaban directamente de ser algún tipo de nigromancia.
En este contexto se popularizó la leyenda de una cabeza de bronce o de latón, construida bien por sabios versados en los saberes orientales, bien con ayuda del diablo, o las dos cosas a la vez, que era capaz de hablar (según la historia respondiendo «sí» o «no», o de forma más locuaz) y de predecir el futuro. Son varias las historias sobre este artilugio mágico, que se ha integrado de diversas maneras en la cultura popular (incluyendo, de nuevo, los nombres de las tabernas: hay un Brazen Head que se anuncia orgullosamente como el pub más antiguo de Dublín).
Algunas de esas historias están asociadas a personajes históricos, como el Papa Silvestre II o el fraile franciscano de Oxford Roger Bacon, ambos conocidos por introducir importantes avances de las ciencias árabes en la Europa cristiana, y que a pesar del servicio prestado a la Iglesia, los chismes y leyendas convirtieron en hechiceros que hacían pactos con el diablo.
Este episodio fantástico de la historia de Roger Bacon es especialmente conocido por una comedia teatral de Robert Greene, escrita en el siglo XVII, en la que Fray Bacon adopta el papel de brujo al servicio del Rey de Inglaterra. Entre sus múltiples obras de hechicería, se relata como una de las más importantes la construcción «con magia de una cabeza de bronce que explicará extrañas dudas y aforismos, e impartirá una conferencia sobre filosofía». Pero como en todo buen cuento en el que alguien intenta usar artes oscuras para algún fin, los planes del hechicero acaban frustrados: en una cómica escena, a causa de la estupidez de su ayudante, la cabeza acaba perdiendo su poder y siendo destruida, antes de que Fray Bacon pueda extraer de ella la información que buscaba.
Comento este ejemplo en particular no solo por los puntos en común con la historia de la cabeza de Alcasan, sino porque, dados los intereses literarios de Lewis, la debía conocer bien. Pero lo cierto es que existen incontables historias con motivos similares, y no solo en la tradición inglesa. En la nuestra propia hay varias, entre las que destaca la «aventura de la cabeza encantada» que se narra en la segunda parte del Quijote.
En este caso se trataba de una cabeza de bronce cuyo propietario, Don Antonio Moreno, aseguraba que había sido «hecha y fabricada por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo», y «responde a cuantas cosas al oído le preguntan», aunque no era ningún tipo de magia la que le daba voz, sino el sobrino de Don Antonio desde el piso de abajo, por un caño de hojalata conducido hasta el busto a través del mueble que lo sostenía. Aun así, acabó siendo desmantelada también por su propio creador, por orden de la Inquisición «porque el vulgo ignorante no se escandalizase».
Autómatas de ayer y hoy
Pasando de la literatura a la historia real, son muchos los inventores e ingenieros que han tratado de construir o emular cabezas y todo tipo de artilugios parlantes, como se recoge en un artículo recopilatorio de la Oficina de Marcas y Patentes. Uno de los inventores de esas máquinas, el austrohúngaro Wolfgang von Kempelen, se hizo famoso por otro artefacto que no hablaba, aunque sí tenía ese aire oriental que ya en la Edad Media se relacionaba con la combinación entre magia y tecnología, y que a pesar del paso de los siglos aún reaparece de vez en cuando, como en el autómata de feria que provocaba la transformación de Tom Hanks en Big.
Esa máquina era «el Turco», un ingenio mecánico que supuestamente era capaz de jugar al ajedrez, desplazando las piezas por tablero de forma inteligente, en función de los movimientos ejecutados por el adversario. Su funcionamiento se basaba en realidad en un juego de ilusionismo, tan bien tramado y apoyado por sofisticados mecanismos, que tuvo intrigadas a las altas esferas de numerosos países durante décadas, y derrotó a personajes como Napoleón y Benjamin Franklin.
El fraude del Turco, en cierto modo, fue una anticipación de Deep Blue, el ordenador que ganó una partida de ajedrez al campeón del mundo Garry Kaspárov en 1997. Con Deep Blue los ingenieros informáticos mostraron, podría decirse que por primera vez, que los ordenadores no solo pueden procesar datos a velocidades vertiginosas, sino que gracias a eso son capaces de superar a los humanos en tareas que se consideran dominio de la inteligencia y la creatividad.
Los avances más recientes en Inteligencia Artificial han hecho que se repita aquella experiencia, aunque ahora los ordenadores no lidian con un juego de reglas claramente definidas, ni el reto se dirige a un personaje famoso y ajeno a la mayoría. Hoy se trata de aspectos más fundamentales del intelecto de todas las personas. Por eso el mundo ya no reacciona solo con el asombro de hace 26 años, sino también con cierta inquietud.
La literatura nos muestra que el motivo de esa inquietud reside en algo más profundo que la amenaza para las ocupaciones laborales que se presentan con cualquier avance tecnológico, o incluso el riesgo de que esa tecnología se use para fines ilegítimos o maliciosos. Las leyendas e historias que anticipaban los artefactos parlantes, fueran producto de la magia oriental, trucos de embaucadores o demonios tecnológicos, siempre los han mostrado como algo que traspasa el límite de lo sensato y no es de fiar. Por mucho que la tecnología sea uno de los fundamentos de nuestra sociedad, no podemos evitar que ese sentimiento, enraizado en la tradición que hemos heredado a lo largo de los siglos, siga asomando. Y conociendo los desmanes de la humanidad a lo largo de la historia, mejor que esa conciencia siga viva, recordada aunque sea por las más locas fantasías.
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